miércoles, 30 de enero de 2013

EL PECADO - Capítulo III


3

            Felipe


—¡Te lo preguntaré solamente una vez más! —rugió furiosamente Felipe, incorporado hacia delante, mientras agarraba los apoyabrazos de la silla en la que se encontraba indefensa Isabel —¡¿Dónde está María?!
Isabel lo había conseguido. Había conseguido que su pequeña escapase sin que Felipe se enterase de nada. Al día siguiente de la huida, curiosamente Felipe había preguntado por María, cosa que no hacía habitualmente. Isabel se había sentido aterrorizada pensando que Felipe las había descubierto y que ya estaría trayendo en ese preciso momento a su hija de vuelta. Pero el interés de Felipe era distinto, ya que su único propósito era que el francés con el que la había prometido la conociera aquella misma tarde, puesto que pasaba por allí cerca. Era un contratiempo para la huida, así que Isabel inventó que la niña tenía varicela y que no era el mejor momento para que aquel hombre la viese, debido a que tenía la cara llena de horribles pústulas. Sabía que Felipe había arreglado el compromiso contándole al francés que su hija era de una belleza excepcional y no querría que pensase que la niña era horrorosa. E Isabel sabía que Felipe no correría el riesgo de que el francés rompiera el compromiso.
—¡Juro que te estrangularé con mis propias manos si no aparece la niña! —dijo con una cara desencajada, cercana a la locura.
—¡La he enviado lejos! —aseguró Isabel sin temor alguno, sintiéndose orgullosa de su hazaña — ¡Jamás la encontrarás y jamás alcanzarás tus propósitos!
Esto último lo dijo con un deje de satisfacción al saber que en cierto modo había encontrado la manera de vengarse de él por todo el daño infringido tanto a ella como a su hija. Era una satisfacción saber que jamás podría alcanzar sus objetivos.
La situación en España era francamente mala en aquellos tiempos e Isabel se alegraba de haber alejado de la guerra que acababa de comenzar en el país, a su pequeña. El fracaso hispano-francés en la batalla de Trafalgar y las extrañas consecuencias del Tratado de Fontainebleau de 1807 habían desembocado en el motín de Aranjuez y en el levantamiento del 2 de mayo de ese mismo año, que había desatado la Guerra de la Independencia Española. En definitiva, habían pasado de estar en guerra contra Inglaterra en alianza con Francia, a estar en guerra contra Francia en alianza con Inglaterra. Pero José I, que ostentaba en aquel momento el trono, y hermano de Napoleón, estaba convencido de poder hacer una reforma política y social de España.
Para Isabel, su marido era un traidor o afrancesado, como se les denominaba en aquella época a los que colaboraban con la ocupación francesa. Felipe había jurado fidelidad a José I por interés. Pero, para poder colaborar a sus anchas con la administración francesa, Felipe había prometido a su hija con un francés de la corte y así, poder afianzar su alianza y su poder. Sin ese enlace, Felipe sabía que si las cosas se ponían feas para Francia él sería, al fin y al cabo, un alto cargo militar, pero español. No. Tenía que fortalecer alianzas por todos los frentes y así estar preparado para lo que pudiese ocurrir con aquella guerra llena de incertidumbre. 
—¡¿Dónde?! —gritó furioso— ¡¿Dónde la has enviado?! —dijo agarrando las solapas de la chaqueta de Isabel y comenzando a zarandearla.
Isabel permaneció en silencio mirando desafiante a su marido. Ya no le importaban las brutales palizas que llevaba soportando toda la vida. Ahora no. Ahora que había conseguido poner a salvo a su hija, ya no le importaba nada. Nada salvo el hecho de saber que aunque muriera en el intento, su marido no conseguiría hallar a María ni podría llevar a cabo sus planes de riquezas y poder.
—¡No importa! —dijo Felipe soltándola tan bruscamente que la silla en la que Isabel se encontraba, casi cae hacia atrás— ¡La encontraré! —dijo esto último más para sí mismo que para Isabel— En algún momento se pondrá en contacto contigo, y yo estaré cerca para enterarme.
Felipe, pensativo, se dio la vuelta y comenzó a caminar por el cuarto muy lentamente. De pronto, se giró y dijo tranquilamente, pero con una sonrisa malévola en los ojos:
—Por lo pronto te encerraré y cuando la niña se intente poner en contacto contigo, no podrá. Te enviaré a un convento femenino donde tengo contactos, te pudrirás en una sucia celda y te juró que haré que te arrepientas de haber nacido.  Nadie tolerará que una simple mujer pretenda separar a un padre de su amada hija —dijo esto último con el tono más burlón que pudo.
—¡Ella no es tu hija! —dijo Isabel arrastrando las palabras, con todo el desprecio que su alma sentía hacia ese hombre.
No sabía de dónde había sacado el valor para decir aquellas palabras. No habían vuelto a hablar de ello desde el nacimiento de la niña e Isabel jamás había sacado a relucir el tema por temor a las represalias. Pero, ahora que se sentía segura teniendo a salvo a su pequeña, lo único que quería era hacerle daño a aquel monstruo que tenía delante.
Hacía diez años, cuando Isabel se dio cuenta de que estaba embarazada, se había aferrado a la idea de que el ser que se estaba formando dentro de ella tenía que ser de su inglés, fruto de aquel maravilloso amor que había vivido en aquel corto espacio de tiempo. Su mente y su alma se negaban a creer que hubiese sido obra de aquella brutal violación que su marido le había infringido la noche de bodas. Cuando Felipe comprendió que no era pura, la había castigado físicamente para descargar su rabia. Incluso, ante la duda sobre la paternidad de la criatura, había intentado por todos los medios que Isabel perdiese a su hijo. Pero todo había sido inútil. Aquel bebé no nato se aferraba a la vida con extremada fuerza. Al final, Felipe reconoció a la niña como suya. Isabel siempre pensó que lo hacía para guardar las apariencias y no ser el hazmerreír de todas sus amistades. El trato hacia ellas dos siempre había sido horrible aunque Isabel daba gracias a Dios todos los días, porque Felipe jamás le había puesto la mano encima a su pequeña. Sin embargo, las palizas y las violaciones habían acompañado a Isabel durante toda su vida. De hecho, estaba convencida de que no había vuelto a concebir porque la había destrozado por dentro a causa de tanto golpe y violación. El único consuelo que tenía era saber que la incertidumbre sobre la paternidad de María había herido profundamente el orgullo de Felipe.
—¿Eso crees? —dijo repentinamente Felipe, con una sonrisa de complacencia en sus malformados labios— ¿Crees acaso que yo hubiese criado a una bastarda, hija de una zorra como tú?
—¿Llamas a eso criar? —contestó Isabel con voz temblorosa y desconfiando de aquel tono de autosuficiencia de su marido.
—¡Sí, cariño! ¡La he reconocido y la he criado! ¡Y lo he hecho porque sé que la chica es mía! —dijo con todo el regocijo del mundo, al ver la cara de incredulidad de Isabel.
Isabel no podía creer lo que oía. No podía estar hablando con tal seguridad sobre la paternidad de la niña. Ni siquiera ella podía estar tan segura. Además, María era el fiel reflejo de su madre. No había nada en la niña que denotase la presencia ni de Felipe ni del inglés. Ella misma se había esforzado durante años en buscar algún parecido, algún gesto… algo que le hiciera suponer que la niña era de su inglés. Sin embargo, nunca halló nada. ¿Por qué él estaba seguro de esa manera? Su único consuelo había sido que él nunca hubiese sabido a ciencia cierta si era o no el padre de María.
 Es más, ahora que María estaba lejos, quería castigarlo sembrando más dudas al respecto para que se olvidara de la niña y pudiese vivir tranquila. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? ¡No! Debía de ser una estratagema de Felipe para que se sintiera insegura y le dijera dónde estaba María. Pero ella jamás cedería. Además, su hija era del inglés. ¡Tenía que serlo! Cogió aire en un intento de no mostrar el creciente miedo que él había sembrado en ella, y contestó con toda la confianza que pudo reunir en ese momento.
—Entiendo que no quieras que nadie sepa jamás que la niña no es tuya. Pero ya está. ¡Se acabó! ¡María no volverá jamás! ¡Olvídate de ella y déjala tranquila de una vez! —dijo desesperada.
—No, cariño. La que no entiende eres tú. ¡María es hija mía y puedo demostrarlo ante la ley y ante ti cuando quiera! Por eso no puedes quitarme a la niña y te castigaré por ello —dijo con regocijo.
Isabel se negaba a creer lo que Felipe le estaba contando. Ante la ley podía demostrar todo lo que quisiera porque legalmente era su hija, pero… ¿delante de ella?
—¿A qué te refieres exactamente, Felipe? —dijo temblando ya de pánico.
—¿Por qué crees que reconocí a la niña? ¿Por qué nunca dije nada más después del nacimiento? ¿Crees acaso que hubiera permitido que te rieras de mí? Todo estaba dispuesto para matar a esa criatura el mismo día que nació y cuando la cogí de la cuna para hacerla desaparecer, fue cuando supe que era mía y cancelé el asesinato.
Isabel estaba perpleja y una sensación de sudor frío y de náuseas comenzó a subirle por el cuerpo, al comprender lo cerca que había estado de perder a su pequeña. Su marido era realmente un monstruo atroz. Pero, ¿de qué hablaba? ¿Qué lo había detenido?  Isabel se sentía incapaz de hablar y comenzaba a sentirse mareada.
—¡La vi y lo supe! —prosiguió Felipe con un regocijo tal, que pensó que su camisa reventaría— Tú nunca lo supiste porque no has llegado a verme, nunca, desnudo a la luz del día, y cuando te busco en la noche cierras tus estúpidos ojos para no verme cuando te poseo.
Isabel seguía desconcertada y sin comprender a dónde quería llegar Felipe con toda aquella diatriba.
—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que tendría que haber visto? —dijo ya rayando la desesperación.
—Las marcas. Las tres marcas que sí habrás visto en la nalga de tu hija.
Isabel comenzó a vislumbrar vagamente la verdad, aunque su mente se negaba a seguir el curso de sus pensamientos. Pero en ese momento, con aire triunfal, Felipe se volvió, al tiempo que desabrochaba sus pantalones, para mostrar a su mujer su gran triunfo sobre ella. La prueba irrefutable de que María era hija de Felipe y no del gran amor de su vida. Isabel comenzó a palidecer al comprender la verdad y todo su mundo se derrumbó alrededor. ¡NO! ¡No podía ser! ¿Cómo Dios le jugaba esta mala pasada? Lo único que ella había tenido puro había sido el amor de su inglés y María no era fruto de aquel gran amor. Había sido el fruto de la degradación y del sufrimiento. No podía ser. Esto no era real.
—¡Y ahora… te exijo que me digas dónde se encuentra mi hija! —continuó Felipe con tono autoritario.
Fue ese momento el que le bastó a Isabel para darse cuenta de la realidad de lo que ocurría. Para salir del ensimismamiento en el que durante unos minutos había estado sumergida. La vida le había dado la oportunidad de amar y ser correspondida; y le había dado el mejor regalo, que era su hija, aunque no hubiese sido de la manera que a ella le hubiese gustado. Pero tenía que dar gracias a Dios por lo que había vivido y por haber podido salvar a su pequeña de las garras de aquel tirano que la hubiese matado sin más, de no ser su hija. Tomó una fuerte bocanada de aire y miró a su marido como si ya nada ni nadie pudiera sorprenderla en este mundo. Como si tuviese claro cuál había sido el destino de su vida, y este ya estuviera completo. Como si ya no esperase nada más en la vida. Con una tranquilidad renovada y una paz en su alma que hacía tiempo no alcanzaba, levantó la vista hacia su marido.
—Nunca lo sabrás —dijo con tranquilidad y plena confianza en sí misma.
—¡Eso lo veremos! —contestó Felipe con fuego en los ojos.

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