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Felipe
—¡Te lo preguntaré solamente una vez más! —rugió
furiosamente Felipe, incorporado hacia delante, mientras agarraba los
apoyabrazos de la silla en la que se encontraba indefensa Isabel —¡¿Dónde está
María?!
Isabel lo había conseguido. Había conseguido que su
pequeña escapase sin que Felipe se enterase de nada. Al día siguiente de la huida,
curiosamente Felipe había preguntado por María, cosa que no hacía
habitualmente. Isabel se había sentido aterrorizada pensando que Felipe las
había descubierto y que ya estaría trayendo en ese preciso momento a su hija de
vuelta. Pero el interés de Felipe era distinto, ya que su único propósito era
que el francés con el que la había prometido la conociera aquella misma tarde,
puesto que pasaba por allí cerca. Era un contratiempo para la huida, así que
Isabel inventó que la niña tenía varicela y que no era el mejor momento para
que aquel hombre la viese, debido a que tenía la cara llena de horribles
pústulas. Sabía que Felipe había arreglado el compromiso contándole al francés
que su hija era de una belleza excepcional y no querría que pensase que la niña
era horrorosa. E Isabel sabía que Felipe no correría el riesgo de que el
francés rompiera el compromiso.
—¡Juro que te estrangularé con mis propias manos si no
aparece la niña! —dijo con una cara desencajada, cercana a la locura.
—¡La he enviado lejos! —aseguró Isabel sin temor alguno,
sintiéndose orgullosa de su hazaña — ¡Jamás la encontrarás y jamás alcanzarás
tus propósitos!
Esto último lo dijo con un deje de satisfacción al saber
que en cierto modo había encontrado la manera de vengarse de él por todo el
daño infringido tanto a ella como a su hija. Era una satisfacción saber que
jamás podría alcanzar sus objetivos.
La situación en España era francamente mala en aquellos
tiempos e Isabel se alegraba de haber alejado de la guerra que acababa de
comenzar en el país, a su pequeña. El fracaso hispano-francés en la batalla de
Trafalgar y las extrañas consecuencias del Tratado de Fontainebleau de 1807
habían desembocado en el motín de Aranjuez y en el levantamiento del 2 de mayo
de ese mismo año, que había desatado la Guerra de la Independencia Española. En
definitiva, habían pasado de estar en guerra contra Inglaterra en alianza con
Francia, a estar en guerra contra Francia en alianza con Inglaterra. Pero José
I, que ostentaba en aquel momento el trono, y hermano de Napoleón, estaba
convencido de poder hacer una reforma política y social de España.
Para Isabel, su marido era un traidor o afrancesado, como
se les denominaba en aquella época a los que colaboraban con la ocupación
francesa. Felipe había jurado fidelidad a José I por interés. Pero, para poder
colaborar a sus anchas con la administración francesa, Felipe había prometido a
su hija con un francés de la corte y así, poder afianzar su alianza y su poder.
Sin ese enlace, Felipe sabía que si las cosas se ponían feas para Francia él
sería, al fin y al cabo, un alto cargo militar, pero español. No. Tenía que
fortalecer alianzas por todos los frentes y así estar preparado para lo que
pudiese ocurrir con aquella guerra llena de incertidumbre.
—¡¿Dónde?! —gritó furioso— ¡¿Dónde la has enviado?! —dijo
agarrando las solapas de la chaqueta de Isabel y comenzando a zarandearla.
Isabel permaneció en silencio mirando desafiante a su
marido. Ya no le importaban las brutales palizas que llevaba soportando toda la
vida. Ahora no. Ahora que había conseguido poner a salvo a su hija, ya no le
importaba nada. Nada salvo el hecho de saber que aunque muriera en el intento,
su marido no conseguiría hallar a María ni podría llevar a cabo sus planes de
riquezas y poder.
—¡No importa! —dijo Felipe soltándola tan bruscamente que
la silla en la que Isabel se encontraba, casi cae hacia atrás— ¡La encontraré!
—dijo esto último más para sí mismo que para Isabel— En algún momento se pondrá
en contacto contigo, y yo estaré cerca para enterarme.
Felipe, pensativo, se dio la vuelta y comenzó a caminar
por el cuarto muy lentamente. De pronto, se giró y dijo tranquilamente, pero
con una sonrisa malévola en los ojos:
—Por lo pronto te encerraré y cuando la niña se intente
poner en contacto contigo, no podrá. Te enviaré a un convento femenino donde
tengo contactos, te pudrirás en una sucia celda y te juró que haré que te
arrepientas de haber nacido. Nadie
tolerará que una simple mujer pretenda separar a un padre de su amada hija —dijo esto último con el tono
más burlón que pudo.
—¡Ella no es tu hija! —dijo Isabel arrastrando las
palabras, con todo el desprecio que su alma sentía hacia ese hombre.
No sabía de dónde había sacado el valor para decir
aquellas palabras. No habían vuelto a hablar de ello desde el nacimiento de la
niña e Isabel jamás había sacado a relucir el tema por temor a las represalias.
Pero, ahora que se sentía segura teniendo a salvo a su pequeña, lo único que
quería era hacerle daño a aquel monstruo que tenía delante.
Hacía diez años, cuando Isabel se dio cuenta de que
estaba embarazada, se había aferrado a la idea de que el ser que se estaba
formando dentro de ella tenía que ser de su inglés, fruto de aquel maravilloso
amor que había vivido en aquel corto espacio de tiempo. Su mente y su alma se
negaban a creer que hubiese sido obra de aquella brutal violación que su marido
le había infringido la noche de bodas. Cuando Felipe comprendió que no era
pura, la había castigado físicamente para descargar su rabia. Incluso, ante la
duda sobre la paternidad de la criatura, había intentado por todos los medios
que Isabel perdiese a su hijo. Pero todo había sido inútil. Aquel bebé no nato
se aferraba a la vida con extremada fuerza. Al final, Felipe reconoció a la
niña como suya. Isabel siempre pensó que lo hacía para guardar las apariencias
y no ser el hazmerreír de todas sus amistades. El trato hacia ellas dos siempre
había sido horrible aunque Isabel daba gracias a Dios todos los días, porque
Felipe jamás le había puesto la mano encima a su pequeña. Sin embargo, las
palizas y las violaciones habían acompañado a Isabel durante toda su vida. De
hecho, estaba convencida de que no había vuelto a concebir porque la había
destrozado por dentro a causa de tanto golpe y violación. El único consuelo que
tenía era saber que la incertidumbre sobre la paternidad de María había herido
profundamente el orgullo de Felipe.
—¿Eso crees? —dijo repentinamente Felipe, con una sonrisa
de complacencia en sus malformados labios— ¿Crees acaso que yo hubiese criado a
una bastarda, hija de una zorra como tú?
—¿Llamas a eso criar? —contestó Isabel con voz temblorosa
y desconfiando de aquel tono de autosuficiencia de su marido.
—¡Sí, cariño! ¡La he reconocido y la he criado! ¡Y lo he
hecho porque sé que la chica es mía! —dijo con todo el regocijo del mundo, al
ver la cara de incredulidad de Isabel.
Isabel no podía creer lo que oía. No podía estar hablando
con tal seguridad sobre la paternidad de la niña. Ni siquiera ella podía estar
tan segura. Además, María era el fiel reflejo de su madre. No había nada en la
niña que denotase la presencia ni de Felipe ni del inglés. Ella misma se había
esforzado durante años en buscar algún parecido, algún gesto… algo que le
hiciera suponer que la niña era de su inglés. Sin embargo, nunca halló nada.
¿Por qué él estaba seguro de esa manera? Su único consuelo había sido que él
nunca hubiese sabido a ciencia cierta si era o no el padre de María.
Es más, ahora que
María estaba lejos, quería castigarlo sembrando más dudas al respecto para que
se olvidara de la niña y pudiese vivir tranquila. ¿Qué era lo que estaba
ocurriendo? ¡No! Debía de ser una estratagema de Felipe para que se sintiera
insegura y le dijera dónde estaba María. Pero ella jamás cedería. Además, su
hija era del inglés. ¡Tenía que serlo! Cogió aire en un intento de no mostrar
el creciente miedo que él había sembrado en ella, y contestó con toda la
confianza que pudo reunir en ese momento.
—Entiendo que no quieras que nadie sepa jamás que la niña
no es tuya. Pero ya está. ¡Se acabó! ¡María no volverá jamás! ¡Olvídate de ella
y déjala tranquila de una vez! —dijo desesperada.
—No, cariño. La
que no entiende eres tú. ¡María es hija mía y puedo demostrarlo ante la ley y
ante ti cuando quiera! Por eso no puedes quitarme a la niña y te castigaré por
ello —dijo con regocijo.
Isabel se negaba a creer lo que Felipe le estaba
contando. Ante la ley podía demostrar todo lo que quisiera porque legalmente
era su hija, pero… ¿delante de ella?
—¿A qué te refieres exactamente, Felipe? —dijo temblando ya
de pánico.
—¿Por qué crees que reconocí a la niña? ¿Por qué nunca
dije nada más después del nacimiento? ¿Crees acaso que hubiera permitido que te
rieras de mí? Todo estaba dispuesto para matar a esa criatura el mismo día que
nació y cuando la cogí de la cuna para hacerla desaparecer, fue cuando supe que
era mía y cancelé el asesinato.
Isabel estaba perpleja y una sensación de sudor frío y de
náuseas comenzó a subirle por el cuerpo, al comprender lo cerca que había
estado de perder a su pequeña. Su marido era realmente un monstruo atroz. Pero,
¿de qué hablaba? ¿Qué lo había detenido? Isabel se sentía incapaz de hablar y comenzaba
a sentirse mareada.
—¡La vi y lo supe! —prosiguió Felipe con un regocijo tal,
que pensó que su camisa reventaría— Tú nunca lo supiste porque no has llegado a
verme, nunca, desnudo a la luz del día, y cuando te busco en la noche cierras
tus estúpidos ojos para no verme cuando te poseo.
Isabel seguía desconcertada y sin comprender a dónde
quería llegar Felipe con toda aquella diatriba.
—¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que tendría que haber
visto? —dijo ya rayando la desesperación.
—Las marcas. Las tres marcas que sí habrás visto en la
nalga de tu hija.
Isabel comenzó a vislumbrar vagamente la verdad, aunque
su mente se negaba a seguir el curso de sus pensamientos. Pero en ese momento,
con aire triunfal, Felipe se volvió, al tiempo que desabrochaba sus pantalones,
para mostrar a su mujer su gran triunfo sobre ella. La prueba irrefutable de
que María era hija de Felipe y no del gran amor de su vida. Isabel comenzó a
palidecer al comprender la verdad y todo su mundo se derrumbó alrededor. ¡NO!
¡No podía ser! ¿Cómo Dios le jugaba esta mala pasada? Lo único que ella había
tenido puro había sido el amor de su inglés y María no era fruto de aquel gran
amor. Había sido el fruto de la degradación y del sufrimiento. No podía ser.
Esto no era real.
—¡Y ahora… te exijo que me digas dónde se encuentra mi
hija! —continuó Felipe con tono autoritario.
Fue ese momento el que le bastó a Isabel para darse cuenta
de la realidad de lo que ocurría. Para salir del ensimismamiento en el que
durante unos minutos había estado sumergida. La vida le había dado la
oportunidad de amar y ser correspondida; y le había dado el mejor regalo, que
era su hija, aunque no hubiese sido de la manera que a ella le hubiese gustado.
Pero tenía que dar gracias a Dios por lo que había vivido y por haber podido
salvar a su pequeña de las garras de aquel tirano que la hubiese matado sin más,
de no ser su hija. Tomó una fuerte bocanada de aire y miró a su marido como si
ya nada ni nadie pudiera sorprenderla en este mundo. Como si tuviese claro cuál
había sido el destino de su vida, y este ya estuviera completo. Como si ya no
esperase nada más en la vida. Con una tranquilidad renovada y una paz en su
alma que hacía tiempo no alcanzaba, levantó la vista hacia su marido.
—Nunca lo sabrás —dijo con tranquilidad y plena confianza
en sí misma.
—¡Eso lo veremos! —contestó Felipe con fuego en los ojos.
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