2
Gabriel
Gabriel St. James, cuarto marqués de Salisbury, se
encontraba en su confortable despacho de su residencia de Grosvenor Square,
junto con su hermano pequeño, Jason.
—¡Lo siento, hermano, pero parece que la familia te
reclama un heredero! —dijo Jason con una sonrisa burlona en la cara —¿Quién
será la afortunada? —dijo con una fingida expresión de inocencia.
Gabriel gruñó ante el comentario de su hermano. Hacía
tiempo que la familia le estaba invitando forzosamente a que tomara una esposa.
Habían pasado ya varios años desde que su padre había muerto dejando sobre él,
como hermano mayor, la pesada carga de la conservación del título, a través, por
supuesto, de la descendencia. Pero Gabriel se resistía contra viento y marea a
la ardua tarea de desposarse con una mujer a la que no amaba, para tener descendencia.
A sus veintisiete años era uno de los solteros más codiciados de todo Londres.
Y no solo era por su título, que por supuesto atraía a todas las mamás con
hijas casaderas. No. Se debía, principalmente, a que era excepcionalmente
apuesto. Con su más de metro ochenta y complexión atlética, debido al ejercicio
realizado en sus cabalgatas matutinas y al boxeo que practicaba regularmente,
los hombres le envidiaban porque no existía mejor percha para los trajes. Pero
las mujeres, además, se fijaban en aquella cara de ángel con pelo de ébano;
aunque tenía un cierto aspecto siniestro debido a aquellos ojos de un verde tan
intenso que parecían los de un felino a punto de atacar.
—¡Te cedo el título, canijo! —dijo con decisión.
—¿Estás loco? —exclamó Jason — ¡Dios sabe que le doy las
gracias todos los días por no estar en tu pellejo! Tengo una vida maravillosa y
ninguna intención de cambiarla, por nada ni por nadie. Gracias.
Jason era el menor de los cuatro hermanos. Tenían otras
dos hermanas en medio de ellos dos, pero como varones siempre habían estado muy
unidos. A sus veinte años, era uno de los libertinos más conocidos de todo
Londres. Y, si las damas iban a la caza del hermano, que además incorporaba el
título, ninguna se quedaba inmune a los encantos de Jason, pese a su corta
edad. Era alto como su hermano y algo menos fornido que él, pero más fibroso. Y
era su cara la que dejaba sin aliento a toda anciana, mujer o niña que se
atreviera a mirarle de frente. Tenía el pelo negro como su hermano, pero totalmente
liso, a diferencia de Gabriel que tenía unas ligeras ondas. Pero la mayor
diferencia estaba en sus ojos. Jason tenía los ojos del azul intenso del océano
en un día de tormenta y una mirada sensual que no dejaba indiferente a ninguna
mujer. Tenía la nariz recta y fina y unos labios llenos, que cuando sonreían
daban paso a una hilera de dientes blancos y perfectos. Se decía de él que
tenía una sonrisa devastadora.
—¡Yo tampoco me cambiaría si tuviera tu vida! —dijo
Gabriel a regañadientes — Pero algún día tendrás que cambiar y sentar cabeza.
—¡Pareces papá! ¡Y además, mira quién habla! ¡El que la ha
sentado! —dijo sin pensar, a la vez que
se arrepentía, porque sabía que su hermano hubiera cambiado su vida si el
destino no le hubiese arrebatado al amor de su vida— ¡Lo siento, hermano! A
veces olvido lo que sufriste por tu española.
Gabriel vio en el acto su expresión de arrepentimiento y
suspiró.
—No te preocupes —dijo con tristeza—. Tenéis razón. Es
hora de que pase página en mi vida y me case. Es solo que me gustaría sentir
algo parecido a aquello, por la madre de mis hijos —añadió con cierta melancolía.
—¡Vamos Gabriel, el amor es solo un sueño romántico de
las mujeres! A lo mejor te equivocaste; tampoco la conociste tanto y tan solo
tenías diecisiete años. Puede que la pusieras en el pedestal que no le
correspondía con el paso de los años.
Gabriel decidió que era imposible hacer cambiar de
opinión a semejante sinvergüenza y miró a su hermano con expresión divertida.
—Hermanito, algún día te enamorarás y espero que sea de la
mujer adecuada, porque si no descubrirás lo cruel que puede llegar a ser la
vida si tu amor es imposible.
—¡No digas tonterías! ¡Me enamoro y me desenamoro todos
los días, y a mí la vida no me parece cruel! ¡Es más, me parece maravillosa! —dijo
con expresión burlona.
Jason se levantó del sofá en el que estaba y puso su copa
sobre la mesa.
—En fin, hermano, te dejo. Quiero descansar antes de la fiesta de esta
noche —dijo como al descuido.
—¿Piensas ir? —preguntó extrañado.
—¡Por supuesto! —dijo con una amplia sonrisa en la cara— No
me perdería por nada del mundo el ver cómo te persigue una avalancha humana de
mujeres en cuanto se enteren de que estás buscando esposa.
—Todo esto te divierte, ¿no?
—¡Me encanta! —y añadió en tono burlón, haciendo gestos
como de titulares de periódico con las manos— ¡Gabriel St. James, el soltero más
cotizado en el mercado matrimonial! ¡Es genial!
Y con esto, se giró sobre sus talones para salir hacia el
vestíbulo acompañado de su hermano. Cuando llegaban a la puerta, el timbre sonó
y el señor Hopkins salió a abrir. Mientras, los dos hermanos seguían
discutiendo amigablemente en el vestíbulo. Oyeron al señor Hopkins preguntar
qué deseaban a alguien y los dos dirigieron su mirada hacia la extraña familia
que había en la puerta.
Ana estaba estupefacta y muy quieta ante la gran mansión
como si esta fuera a comérsela. Cuando el criado de mediana edad, y con rostro
serio y formal abrió la puerta, sintió que las rodillas le fallaban por el
miedo. Al preguntar el hombre qué deseaban, con aquella extremada educación
inglesa, Ana se quedó repentinamente muda. Fue Andrés el que, como siempre,
salvó la situación.
—Sí. Deseamos ver a lord Gabriel St. James, por favor —dijo
en perfecto inglés.
—Y, ¿a quién debo anunciar?
Gabriel, que miraba desde el recibidor, divisó una
familia pobre y, sin más, dio una orden con la mirada al señor Hopkins para que
los despachase. Ana, al darse cuenta de la situación, se apresuró a hablar
desde la puerta cogiendo todo el aire que pudo.
—¡Isabel San Llorente! —gritó demasiado fuerte y con voz
temblorosa.
Gabriel se estaba girando para desaparecer pensando que
eran pobres en busca de limosnas, cuando se detuvo en seco. Su garganta se secó
y creyó por un momento que el corazón se le había parado. Se giró muy despacio,
como si hubiese comprendido mal y, si se apresuraba, aquel nombre no volvería
ser pronunciado por aquella mujer. Cuando se enfrentó a aquella peculiar
familia, la expectación crecía aceleradamente dentro de él.
—¿Conocéis a Isabel San Llorente, de España? —preguntó
con temor a que estuvieran equivocados y le hablasen de otra Isabel.
Ana bajó la mirada ante aquel hombre tan intimidante y se
dio cuenta de que sus clases de inglés habían resultado ser, tal como ella
esperaba, bastante infructíferas. No había entendido al inglés y miró
suplicante a Andrés, mientras aferraba fuertemente la mano de María, que se
negaba a salir de detrás de sus faldas y que no estaba entendiendo nada en
absoluto de lo que ocurría.
—¡Sí, lord Gabriel, ella nos manda! —dijo Andrés con educación—
Nos entregó para usted una carta —acto seguido, le dio un codazo a Ana y le
dijo algo en español que Gabriel no comprendió, para que le diera la carta que
Isabel les había entregado.
Gabriel temblaba de excitación. Isabel estaba viva y le
mandaba una carta. Mil emociones cruzaban por su mente, pero la principal era
que Isabel estaba viva y que quería ponerse en contacto con él. Durante todos
estos años había esperado inútilmente algún tipo de contacto por parte de ella
y, al final había desistido pensado que se habría casado y le habría olvidado,
o incluso que estaba muerta. Maldición, estaba viva y él no había hecho nada
por ir a buscarla. Pero allí estaba aquella carta a la que se aferró como si en
ello le fuese la vida y que los nervios le impedían abrir. Al coger la carta
hizo una señal al señor Hopkins para que dejase entrar a la extraña familia,
mientras trataba, con dedos temblorosos, de abrir aquella carta.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Jason preocupado ante el
repentino cambio en la expresión del rostro de su hermano —¿Quién es Isabel? ¿Y quiénes son estas
personas?
—¡Mi… mi española, Jason! ¡Es una carta de mi española! —dijo
mirando con miedo la carta.
—¡Por Dios, Gabriel, ábrela de una vez y cambia esa cara!
—dijo preocupado, sabiendo por todo lo que había pasado su hermano con aquel
romance, aunque nunca había sabido el nombre real de la española.
Gabriel sostenía la carta entre sus manos como si fuese
una reliquia, mientras su corazón latía frenéticamente a la vez que comenzaba a
leer.
Jason estaba intrigadísimo por el contenido de aquella
carta, mientras paseaba la mirada entre su hermano y aquella familia tan
harapienta. Pero su curiosidad alcanzó cotas insospechadas cuando su hermano
comenzó a palidecer, aún más, a medida que continuaba leyendo aquella carta.
—¿Cómo que…? —exclamó casi sin aliento y con los ojos ahora
desmesuradamente abiertos— ¿Pero… dónde? ¿Quién? ¿Dónde está? —preguntó
confuso.
—¡Aquí Milord! ¡La traemos con nosotros! —dijo Andrés.
La confusión de Jason iba en aumento pero no quería
interrumpir a su hermano, que parecía tan confuso como él. ¿A quién traían? ¿A
Isabel? No podía ser aquella mujer y que su hermano no la reconociera; por no
decir que su hermano le había hablado de una beldad y aquella mujer no era nada
atractiva y excesivamente mayor.
—¿Qué? —dijo Gabriel atónito —¡Pero si es un chico! ¿Qué
clase de broma es esta? –preguntó comenzando a enfurecerse.
—¡No, Milord! —dijo presuroso Andrés— ¡Es un disfraz! En
la carta os lo explica todo.
Gabriel prácticamente se derrumbó sobre el suelo, cayendo
de rodillas, para poder contemplar a la niña. No podía creer lo que estaba
leyendo. Isabel le había dado una hija y nunca, en todos estos años, había
intentado ponerse en contacto con él para contárselo. ¿Sería realmente padre?
¿Sería aquella criatura realmente su hija? Cuando empezó a leer la carta había
esperado muchas cosas, pero no podía dar crédito a lo que leía.
Lentamente, tendió un brazo hacia aquella figurita que
temblaba de miedo detrás de aquella mujer, y le dio la mano, con cuidado para
no asustarla y poder tirar suavemente de ella hacia él para poder contemplarla.
La mujer que la acompañaba tuvo que ayudar a salir de detrás de las faldas a la
niña, que se resistía a dejarse ver por él.
Gabriel no podía creer lo que veía. Era la viva imagen de
su madre. El recuerdo de su amada al ver el rostro de la niña, le golpeó el
alma más allá de lo que podría haber imaginado. Un extraño sentimiento lo
invadió; algo que jamás había sentido y que no sabía reconocer. Le retiró con
cuidado la gorra y su melena de color azabache comenzó a desparramarse
lentamente alrededor de su cara y por toda su espalda. Cuando las lágrimas de
la niña amenazaron con salir, Gabriel revivió aquel instante en la cubierta del
buque, diez años atrás, y sin saber muy bien qué hacía atrajo con suma
delicadeza a la niña hacia él y la abrazó, mientras un extraño nudo amenazaba
en su garganta con hacerle llorar.
Cuando María sintió el suave tirón de la mano de aquel
hombre que la sujetaba con dulzura, estaba prácticamente al borde de la
histeria. ¿Y si aquel hombre la trataba mal? ¿Y si era otro tirano? ¿Qué haría
ahora que no tenía cerca a su madre? Su mente era como una montaña rusa que no
podía parar de pensar y pensar. Estaba al borde de las lágrimas cuando aquel
hombre levantó su otra mano para retirarle la gorra. Por primera vez desde que
llegó, se aventuró a levantar la mirada para poder ver a su padre. El pecho se
le oprimió cuando se encontró con su mirada. No parecía haber maldad en
aquellos bellos ojos verdes. Y la estaba tocando con suavidad. No parecía que
quisiera hacerle daño y eso la reconfortó. Pero, cuando la abrazó con aquella
ternura, María dio rienda suelta a sus lágrimas y comenzó a llorar
enérgicamente, liberando así toda la tensión y el miedo acumulados en las
últimas semanas. Por un momento, se perdió en aquel abrazo y ella también lo
abrazó con todo el amor de su corazón, esperando que él fuera para ella el
padre soñado que nunca había tenido.
Mientras ellos permanecían abrazados, Jason cogió y leyó
aquella carta. ¡No podía creer todo aquello! Pero allí estaba su hermano.
Completamente deshecho en los brazos de aquella criatura y comprendió la
veracidad de aquella carta, al ver la expresión de su hermano, cuando al fin
consiguió soltar a la pequeña. Entonces, él también se agachó para examinar a aquella
niña, que parecía que se iba a convertir en su sobrina. Con cuidado, agarró sus
manitas entre las suyas y pudo comprobar lo suave que era, a la vez que miraba
aquel rostro de ángel y se perdía en la ternura de aquellos ojos negros.
—¡Preciosa! —le dijo— ¿Entiendes? —y entonces estalló en
una sonora carcajada al ver el sonrojo de la niña.
—¡Vaya, Vaya! ¿Quieres decirme Gabriel, que esta preciosa
niña tan tímida es mi sobrina? —dijo sin quitarle el ojo de encima a la niña,
que enrojecía más por momentos.
—¡Eso parece, hermano! ¡Digna hija de su madre, desde
luego! —dijo comenzando a sentir cierto orgullo con una sonrisa en los labios.
—¡Y además parece que entiende nuestro idioma! ¿No es
así, preciosa?
—¡Un poco! —dijo por fin María, dejando oír aquella
bonita voz a la vez que volvía a enrojecer ante la insistente manía de aquel
hombre tan guapo de llamarla «preciosa».
Porque realmente era el hombre más guapo que ella había
visto en toda su vida. Y era su tío. María no cabía en sí de felicidad. Parecía
que su padre la estaba aceptando y además, parecía un hombre bondadoso tal como
le había dicho su madre. Y aquel hombre tan fascinante que no podía dejar de
mirar, era su tío y también parecía aceptarla. Era más de lo que su mente podía
registrar en un solo día. Lo único que sabía era que se sentía la niña más dichosa
de la tierra y que por fin, en mucho tiempo, se sentía segura y protegida.
—Señor Hopkins. Lleve a esta gente y a la niña a los
cuartos de invitados para que se aseen y descansen antes de la comida —ordenó
Gabriel, mientras volvía a centrar su atención en la pequeña.
—¡Por favor, no tardes mucho, pequeña! ¡Necesito que hablemos,
pero tómate tu tiempo! —y se volvió incorporándose hacia la pareja que había
quedado momentáneamente olvidada, para añadir mirando a Andrés—. Parece que es
usted el que habla nuestro idioma, ¿no?
—¡Sí, Milord!
—Bien. En cuanto descanse, le ruego que baje a hablar
conmigo. Le esperaré impaciente en mi estudio —dijo mientras volvía a centrar
la atención en la niña y le acariciaba suavemente la mejilla.
Jason, que aún estaba agachado y agarrando a la pequeña, la
acercó hacia sí y la estrechó en un suave abrazo.
—¡Bienvenida, preciosa! —dijo con cariño.
Si bien María se había perdido en el abrazo de su padre,
en este se sintió subir al cielo. En aquellos brazos se sentía como en su casa
y su estómago se negaba a estar quieto. Verdaderamente le gustaban mucho su
padre… y su tío.
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