EL PECADO, Capítulo I
1
Junio de 1808
El corazón de María latía violentamente. Todavía no
lograba comprender lo que ocurría, ni lo que estaba a punto de suceder.
—¡Date prisa, mi niña! —murmuró Isabel en el silencio de
la noche—. ¡Todo está preparado!
María había terminado de empaquetarlo todo para el viaje
que su madre había dispuesto con tan poco tiempo. Pero aún no podía creer que
fuera a separarse de ella.
—¡Mamá, por favor, no quiero separarme de ti! —sollozó la
pequeña.
A Isabel se le partió el alma al ver la expresión de su
adorada niña, pero aquello era la única solución. No tenía otra alternativa si
quería salvar a su pequeña de un destino similar al que ella había vivido.
—Por favor, mi ángel, tienes que ser fuerte —dijo
mientras se arrodillaba a su altura y la cogía de los hombros con fuerza para
inspirarle valor—. Ya te lo he explicado. Tu padre te ha arreglado un
matrimonio con un francés para fortalecer sus alianzas y yo no quiero ese
destino para ti. Ese matrimonio te condenará a la desdicha. ¡Tienes que huir!
—Pero mamá, al menos estaré cerca de ti. Yo no quiero
separarme de ti… ¿Y si ese hombre inglés del que me has hablado no me quiere y
me trata igual de mal que mi padre? ¿Cómo puedes enviarme tan lejos sin
saberlo? —preguntó con miedo y desesperación.
Isabel estaba destrozada. Hacía dos días, cuando se había
enterado de los planes de don Felipe para con su hija, le había explicado a su
pequeña su pasado. Era necesaria una escapatoria y para ello había tenido que
revelárselo. Aunque ella también estaba muy asustada. Esperaba que su lord inglés no hubiese cambiado en
aquellos diez años. Se negaba a pensar que hubiese podido cambiar. ¡No! No
podía ser. Él era noble. Lo había llegado a conocer muy bien en aquel corto periodo
de tiempo y su mente se negaba a reconocer que el hombre que había conquistado
su corazón no fuera a ayudarla.
—¡María, mi niña! —dijo con un inmenso amor en los ojos —Él
te amará igual que yo te amo. Él es tu verdadero padre. No temas. Allí
encontrarás una vida nueva y conseguirás la felicidad que yo no he podido
encontrar, salvo en ti.
—¡Mamá, no me dejes, por favor! ¡Te lo suplico!
—No te preocupes. Estaremos en contacto —dijo mientras la
abrazaba fuertemente ya que la niña no parecía tener consuelo.
María sabía que tenía que ser fuerte por su madre, pero
toda su fortaleza se desmoronaba según se acercaba el momento de la separación.
Aquello superaba por completo la mente de una niña de diez años que no podía
asimilar tan rápidamente aquel problema. Aunque mentalmente María tenía más edad,
lo único que era capaz por fin de comprender era el odio manifiesto de su padre hacia ellas dos. Pero era
demasiado pedir que asimilara en tan solo dos días que su padre no era don
Felipe sino un rico lord inglés, y que tenía que escapar antes de que el que
había creído toda la vida su padre la
entregara en matrimonio a un personaje despreciable. Pero, ¿por qué? ¿Por
simple odio y venganza hacia ella y su madre o por pura avaricia? Ninguna de
las dos posibilidades se le antojaba de una persona noble o buena. ¡No! Don
Felipe era un monstruo despreciable y había destrozado sus vidas tanto como
había podido. Pero a su madre parecía hacerle feliz el hecho de poder salvar a
su hija, si es que esto era la salvación. Y ella no quería que su madre
siguiera sufriendo así. Así que hizo acopio de fuerzas para dejar por fin de
llorar.
—¿Y si no consigo encontrarle, mamá? ¿O si está muerto?
¿Qué haré? —preguntó ya con la voz más firme.
—¡Gabriel no puede estar muerto! —dijo negándose a sí
misma la posibilidad de que el destino fuera tan cruel—. ¡Lo encontrarás! —dijo
con decisión rechazando cualquier pensamiento que enturbiase aquel plan
desesperado—. Te vas con todo el dinero que he podido reunir. Si no lo
encontrases, prométeme que comenzarás una nueva vida. Pero no vuelvas, mi niña.
Te he enseñado muchas cosas para que salgas adelante en la vida. Me hubiera
gustado pasar más tiempo contigo… pero el destino es así, y no quiero que
sufras por estar lejos de mí. ¡Te amo demasiado, hija mía! —dijo ya con los
ojos nublados por las lágrimas que no podía reprimir por más tiempo—.
¡Escríbeme en cuanto puedas! Pero recuerda que debes hacerlo a la casa del
campo de la abuela. ¡No podemos arriesgarnos en nada!
Isabel había planeado aquel viaje atropelladamente ante
los recientes acontecimientos, pero llevaba ya mucho tiempo pensando en alejar
a María de toda aquella farsa que era su vida y de aquella guerra que se estaba
desarrollando en su país… Ahora eran aliados de Inglaterra contra Francia.
¿Quién lo hubiera dicho? Muchas veces se había planteado escapar con su hija,
pero sabía que Felipe las encontraría. Enviaría a su ejército, si hacía falta,
tras ellas y junto con la descripción de ella acompañada de una niña le sería
demasiado fácil. Pero si enviaba sola a su hija, distraería a su marido el
tiempo que hiciese falta para otorgarle toda la ventaja del mundo a su niña. Además,
ahora que Inglaterra había cesado el bloqueo a los puertos españoles, sería
mucho más fácil escapar. Pero solo si conseguían llegar al barco antes de que
Felipe se diese cuenta. Y ella se encargaría de que no la echase en falta
durante todo el tiempo que pudiera, mientras su hija escapaba. Una vez en alta
mar sería difícil seguirla. Felipe no sabría si había salido o no del país y si
lo deducía, para cuando quisiera darse cuenta ya no sabría dónde buscarla.
—¡Señora! —dijo la voz de Ana susurrando desde el vano de
la puerta—. Andrés ya está en el carruaje esperándonos. Tenemos que partir antes
de que el señor se dé cuenta.
Ana era la nana de María desde el día en que nació y se
había empecinado en que sería ella la que acompañase en el aquel loco viaje a su niña. Era una mujer fortachona, de no
mucha estatura pero con un fuerte carácter. Su cara resultaba bondadosa con sus
grandes ojos color miel y su largo pelo castaño. Ana había amado a María, más
de lo que imaginaba, desde el día en que la vio nacer. Ella había perdido a un
hijo y a su marido y no pensaba que pudiese querer a nadie más tras la
tragedia. Pero María se había instalado en su corazón como si fuera su propia
hija y no la dejaría sola por nada del mundo. La había criado junto con Isabel
y tampoco quería para la niña el destino que le imponía don Felipe. Así pues,
ella se encargaría de velar por la pequeña en aquel viaje.
—¡Recuerda que te amo mucho, hija mía! —dijo Isabel ya
con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Mamá, te quiero mucho! —dijo llorando María mientras trataba
de hacerse la fuerte por su madre. Sabía que su madre arriesgaba mucho
enviándola fuera, furtivamente, para que ella se salvara —. ¡Te escribiré tan
pronto tenga noticias del lord inglés! —continuó—. ¡Y te echaré mucho de menos!
María dijo esto último en un tono prácticamente inaudible
ya que el nudo que tenía en la garganta no la dejaba hablar. Abrazó fuertemente
a su madre y se giró hacia el carruaje que le esperaba para enfrentar su nuevo
destino. Subió junto con Ana, que se despidió de Isabel, no sin antes
asegurarle que la cuidaría con su vida y que esto era lo mejor que podían hacer
por ella. El carruaje se puso en marcha y María se quedó mirando por la ventana
cómo la figura inmóvil de su madre desaparecía, poco a poco, en la lejanía.
María sentía que se moría, pero decidió en ese mismo instante que se forjaría
un nuevo futuro y volvería… volvería para salvar a su madre. Y así, con más
determinación y sintiéndose mejor consigo misma, consiguió esbozar una leve
sonrisa.
El carruaje conducido por Andrés avanzaba a toda
velocidad en las sombras de la noche. Andrés era el lacayo personal de la madre
de Isabel, doña Enriqueta. Era un tipo simpático, aunque muy reservado y no del
todo feo. Era alto y delgado, de complexión atlética, con el pelo y los ojos
muy negros, lo que le daba un aspecto un tanto siniestro y peligroso. Doña
Enriqueta estaba prácticamente segura de que era un proscrito, o algo así,
cuando entró a su servicio. Una vez, cuando trataron de saquear el carruaje de doña
Enriqueta en un camino perdido, Andrés la había defendido y se había enfrentado,
él solo, a tres bandidos, dos de los cuales habían resultado muertos. Andrés
casi no había ni pestañeado y el hecho de haber matado a dos hombres parecía no
afectarle. Luego, poco a poco, se había ido ganando la confianza y el afecto doña
Enriqueta hasta llegar a ser su lacayo personal.
Doña Enriqueta había vivido un infierno con la triste
vida de su hija y cuando don Clemente, su marido, falleció, había hecho todo lo
que había podido para suavizar la situación trayendo durante largas temporadas
a su hija y a su nieta a su casa. Don Felipe no conocía a Andrés, y eso, junto
con la certeza de que él sabría defender a su nieta de los peligros, les
confería una notable ventaja frente a don Felipe.
Dentro del coche, Ana miraba con pena y con ternura la
cara desanimada de María.
—Todo saldrá bien, tesoro. Ya lo verás —dijo para tratar
de animarla— Y ahora ponte tu gorra y vamos a tratar de esconder esa magnífica
cabellera tuya.
María levantó la mirada para ver la amplia sonrisa que le
ofrecía Ana. Estaba tan agradecida de que al menos ella viniera… Siempre la
había querido mucho, como a una madre. Y ella la había tratado como a una hija.
Así pues, María decidió salir de su estado de estupor y comenzar con el plan,
que con tanto cariño habían trazado entre su abuela, su madre y Ana. Y se
envalentonó cogiendo aire con una fuerte bocanada, como si así pudiese inspirar
todo el valor que necesitaba para seguir adelante con aquel descabellado plan.
Cuando llegaron al puerto dos días después, nadie podría
encontrar allí a una niña rica de diez años con su nana de unos cuarenta, ni
aunque le fuera la vida en ello. Pero había una familia de posición social
baja, aunque con suficiente dinero para realizar aquel viaje, que se componía
de unos papás de mediana edad con un chiquillo de unos siete años. Si don
Felipe había descubierto la huida, no los encontrarían. María ocultaba su cara
con aquella enorme gorra de lana y cierta suciedad en la cara. Iba todo el
tiempo agarrada detrás de las faldas de Ana como el chiquillo tímido que
pretendía aparentar. Aunque todo estaba saliendo bien, ni María ni Ana podían
con su temblor, mientras que Andrés se desenvolvía como pez en el agua.
Cualquiera diría que hasta se estaba divirtiendo, cosa que confundió bastante a
la mujer y a la niña. Solo cuando consiguieron embarcar, gracias a las
tramitaciones de Andrés, y llegaron al sucio camarote, pudieron respirar
tranquilas. ¡Estaban a salvo!
La travesía se le hizo eterna a María, ya que todos los
días tenía que esforzarse por ensuciar su cara y disfrazarse de muchacho.
Además, estaba Andrés, que había resultado ser un profesor de inglés de lo más
estricto e insistente. Su abuela había planeado también aquello. María odiaba las
clases de aquella lengua tan enrevesada, pero disfrutaba enormemente con los
tremendos esfuerzos, sin ningún tipo de resultados, de su nana. Cada vez que
Ana metía la pata, se levantaba enfurecida con la cabeza bien alta y decía que
ella era española y que si alguien debía aprender un idioma, ese era el lord
inglés; él debía aprender el castellano para entenderse con su hija y no ellas.
Y después se alejaba muy orgullosa con la espalda muy tiesa, para al rato
volver arrepentida. Andrés se limitaba a mirarla ir y venir pero nunca la
reprendía como a María, que al menos aprendía, aunque muy lentamente.
Pero, según se acercaban a la costa inglesa María sentía
crecer el miedo en su interior. Echaba mucho de menos a su madre. Había demasiadas cosas desconocidas en aquel
país y no sabía que le depararía allí el destino. Su principal miedo era
conocer a su verdadero padre. ¿Cómo sería? Ella desconocía lo que era el amor
de un padre y su madre le había dicho cosas tan bonitas de él… que tenía miedo
de haber alimentado falsamente un sueño; o que, simplemente, ella no le gustara
y no la quisiera; o que estuviera casado, con hijos legítimos y renegara de
ella… Había tantas posibilidades, tanto desconocimiento y tantos temores que se
pasaba la mayor parte de las noches sin poder conciliar el sueño. Cuando por
fin avistaron la costa inglesa, el nudo que tenía en el estómago era tan grande
que no era capaz de ingerir ningún tipo de alimento. Y lo peor fue la espera
una vez allí hasta que por fin pudieron anclar en los muelles y descender del
barco debido al gran tráfico marítimo.
Andrés la había instruido un poco en la historia de aquel
país que al parecer conocía bien. Cada día que pasaba, tanto ella como Ana se
asombraban más de las múltiples cualidades de aquel hombre que tan solo habían
conocido al salir de España. Pero cuando sus piececitos tocaron por fin tierra
firme, María no podía cerrar la boca. El hecho de que Andrés les hubiera
contado que era el mayor puerto del mundo no significó que ninguna de las dos no
se sintiesen deslumbradas. Todos aquellos muelles y todos esos buques que
formaban hileras interminables que se perdían de vista; aquel ajetreo y todo
aquel gentío… Todo contribuyó a que el miedo de María se convirtiese en pánico.
Decididamente, jamás encontrarían a su padre. ¿Cómo iba a hacerlo en una ciudad
tan grande y con toda aquella gente? La mente de María daba vueltas y vueltas y
cada vez se sentía más mareada.
—¿Estás bien, pequeña? —preguntó dulcemente Ana.
María consiguió apartar de sí sus locos pensamientos y
cerrar la boca, por primera vez desde que desembarcaron.
—¡Tengo mucho miedo, Ana! —confesó la pequeña al borde de
las lágrimas.
—No te preocupes, cielo. Lo peor ha sido escapar de don
Felipe, y eso lo hemos conseguido —aseguró con esperanza—. ¡Siguiente parada,
encontrar a tu padre! —dijo con una sonrisa en la boca— ¡Pan comido… pan
comido…! —suspiró mientras levantaba la vista hacia los muelles y su
desesperación igualaba a la de la propia María.
Ana agarró fuertemente la mano de la niña y miró a Andrés
con ojos suplicantes.
—¿Y ahora, qué? —preguntó con voz temblorosa.
Para el asombro de ambas, Andrés dibujó una amplia
sonrisa en el rostro.
—¡A preguntar! —dijo con determinación— Será fácil
encontrar a ese lord si es tan rico como dice doña Isabel.
Y, sin más pausa, agarró la otra mano de la niña y
comenzaron a caminar hacia el centro de Londres, llenos de esperanzas.
Lo cierto es que no fue difícil localizar al padre de
María. Aunque solo contaban con el nombre, pronto descubrieron que Gabriel St.
James era un marqués, y como tal, era conocido en todo Londres. Después de
caminar lo que parecían días enteros, por fin se encontraron al pie de la
mansión de su supuesto padre. Era la mansión más grande que María había visto
en su vida. Aquello no tenía nada que ver con su hogar de España. Por supuesto,
no es que ella no hubiese visto grandes casas en su vida, pero a juzgar por la
expresión de Ana esta debía de ser la más grandiosa del mundo entero.
María quería salir corriendo pero las piernas le fallaban
y lo único que quería hacer era vomitar. Vomitar a su padre no sería la mejor
manera de comenzar una buena relación. Sintió que se mareaba e incluso iba a
pedirle a Andrés que volvieran en otro momento cuando este llamó enérgicamente
a la puerta. Ya no había vuelta atrás. María se escondió tras las faldas de
Ana, cerró muy fuerte los ojos y contuvo el aliento.
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