martes, 29 de enero de 2013

EL PECADO, Capítulo I

EL PECADO, Capítulo I


1
Junio de 1808
El corazón de María latía violentamente. Todavía no lograba comprender lo que ocurría, ni lo que estaba a punto de suceder.
—¡Date prisa, mi niña! —murmuró Isabel en el silencio de la noche—. ¡Todo está preparado!
María había terminado de empaquetarlo todo para el viaje que su madre había dispuesto con tan poco tiempo. Pero aún no podía creer que fuera a separarse de ella.
—¡Mamá, por favor, no quiero separarme de ti! —sollozó la pequeña.
A Isabel se le partió el alma al ver la expresión de su adorada niña, pero aquello era la única solución. No tenía otra alternativa si quería salvar a su pequeña de un destino similar al que ella había vivido.
—Por favor, mi ángel, tienes que ser fuerte —dijo mientras se arrodillaba a su altura y la cogía de los hombros con fuerza para inspirarle valor—. Ya te lo he explicado. Tu padre te ha arreglado un matrimonio con un francés para fortalecer sus alianzas y yo no quiero ese destino para ti. Ese matrimonio te condenará a la desdicha. ¡Tienes que huir!
—Pero mamá, al menos estaré cerca de ti. Yo no quiero separarme de ti… ¿Y si ese hombre inglés del que me has hablado no me quiere y me trata igual de mal que mi padre? ¿Cómo puedes enviarme tan lejos sin saberlo? —preguntó con miedo y desesperación.
Isabel estaba destrozada. Hacía dos días, cuando se había enterado de los planes de don Felipe para con su hija, le había explicado a su pequeña su pasado. Era necesaria una escapatoria y para ello había tenido que revelárselo. Aunque ella también estaba muy asustada. Esperaba que su lord inglés no hubiese cambiado en aquellos diez años. Se negaba a pensar que hubiese podido cambiar. ¡No! No podía ser. Él era noble. Lo había llegado a conocer muy bien en aquel corto periodo de tiempo y su mente se negaba a reconocer que el hombre que había conquistado su corazón no fuera a ayudarla.
—¡María, mi niña! —dijo con un inmenso amor en los ojos —Él te amará igual que yo te amo. Él es tu verdadero padre. No temas. Allí encontrarás una vida nueva y conseguirás la felicidad que yo no he podido encontrar, salvo en ti.
—¡Mamá, no me dejes, por favor! ¡Te lo suplico!
—No te preocupes. Estaremos en contacto —dijo mientras la abrazaba fuertemente ya que la niña no parecía tener consuelo.
María sabía que tenía que ser fuerte por su madre, pero toda su fortaleza se desmoronaba según se acercaba el momento de la separación. Aquello superaba por completo la mente de una niña de diez años que no podía asimilar tan rápidamente aquel problema. Aunque mentalmente María tenía más edad, lo único que era capaz por fin de comprender era el odio manifiesto de su padre hacia ellas dos. Pero era demasiado pedir que asimilara en tan solo dos días que su padre no era don Felipe sino un rico lord inglés, y que tenía que escapar antes de que el que había creído toda la vida su padre la  entregara en matrimonio a un personaje despreciable. Pero, ¿por qué? ¿Por simple odio y venganza hacia ella y su madre o por pura avaricia? Ninguna de las dos posibilidades se le antojaba de una persona noble o buena. ¡No! Don Felipe era un monstruo despreciable y había destrozado sus vidas tanto como había podido. Pero a su madre parecía hacerle feliz el hecho de poder salvar a su hija, si es que esto era la salvación. Y ella no quería que su madre siguiera sufriendo así. Así que hizo acopio de fuerzas para dejar por fin de llorar.
—¿Y si no consigo encontrarle, mamá? ¿O si está muerto? ¿Qué haré? —preguntó ya con la voz más firme.
—¡Gabriel no puede estar muerto! —dijo negándose a sí misma la posibilidad de que el destino fuera tan cruel—. ¡Lo encontrarás! —dijo con decisión rechazando cualquier pensamiento que enturbiase aquel plan desesperado—. Te vas con todo el dinero que he podido reunir. Si no lo encontrases, prométeme que comenzarás una nueva vida. Pero no vuelvas, mi niña. Te he enseñado muchas cosas para que salgas adelante en la vida. Me hubiera gustado pasar más tiempo contigo… pero el destino es así, y no quiero que sufras por estar lejos de mí. ¡Te amo demasiado, hija mía! —dijo ya con los ojos nublados por las lágrimas que no podía reprimir por más tiempo—. ¡Escríbeme en cuanto puedas! Pero recuerda que debes hacerlo a la casa del campo de la abuela. ¡No podemos arriesgarnos en nada!
Isabel había planeado aquel viaje atropelladamente ante los recientes acontecimientos, pero llevaba ya mucho tiempo pensando en alejar a María de toda aquella farsa que era su vida y de aquella guerra que se estaba desarrollando en su país… Ahora eran aliados de Inglaterra contra Francia. ¿Quién lo hubiera dicho? Muchas veces se había planteado escapar con su hija, pero sabía que Felipe las encontraría. Enviaría a su ejército, si hacía falta, tras ellas y junto con la descripción de ella acompañada de una niña le sería demasiado fácil. Pero si enviaba sola a su hija, distraería a su marido el tiempo que hiciese falta para otorgarle toda la ventaja del mundo a su niña. Además, ahora que Inglaterra había cesado el bloqueo a los puertos españoles, sería mucho más fácil escapar. Pero solo si conseguían llegar al barco antes de que Felipe se diese cuenta. Y ella se encargaría de que no la echase en falta durante todo el tiempo que pudiera, mientras su hija escapaba. Una vez en alta mar sería difícil seguirla. Felipe no sabría si había salido o no del país y si lo deducía, para cuando quisiera darse cuenta ya no sabría dónde buscarla.
—¡Señora! —dijo la voz de Ana susurrando desde el vano de la puerta—. Andrés ya está en el carruaje esperándonos. Tenemos que partir antes de que el señor se dé cuenta.
Ana era la nana de María desde el día en que nació y se había empecinado en que sería ella la que acompañase en el aquel loco viaje a su niña. Era una mujer fortachona, de no mucha estatura pero con un fuerte carácter. Su cara resultaba bondadosa con sus grandes ojos color miel y su largo pelo castaño. Ana había amado a María, más de lo que imaginaba, desde el día en que la vio nacer. Ella había perdido a un hijo y a su marido y no pensaba que pudiese querer a nadie más tras la tragedia. Pero María se había instalado en su corazón como si fuera su propia hija y no la dejaría sola por nada del mundo. La había criado junto con Isabel y tampoco quería para la niña el destino que le imponía don Felipe. Así pues, ella se encargaría de velar por la pequeña en aquel viaje.
—¡Recuerda que te amo mucho, hija mía! —dijo Isabel ya con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Mamá, te quiero mucho! —dijo llorando María mientras trataba de hacerse la fuerte por su madre. Sabía que su madre arriesgaba mucho enviándola fuera, furtivamente, para que ella se salvara —. ¡Te escribiré tan pronto tenga noticias del lord inglés! —continuó—. ¡Y te echaré mucho de menos!
María dijo esto último en un tono prácticamente inaudible ya que el nudo que tenía en la garganta no la dejaba hablar. Abrazó fuertemente a su madre y se giró hacia el carruaje que le esperaba para enfrentar su nuevo destino. Subió junto con Ana, que se despidió de Isabel, no sin antes asegurarle que la cuidaría con su vida y que esto era lo mejor que podían hacer por ella. El carruaje se puso en marcha y María se quedó mirando por la ventana cómo la figura inmóvil de su madre desaparecía, poco a poco, en la lejanía. María sentía que se moría, pero decidió en ese mismo instante que se forjaría un nuevo futuro y volvería… volvería para salvar a su madre. Y así, con más determinación y sintiéndose mejor consigo misma, consiguió esbozar una leve sonrisa.
El carruaje conducido por Andrés avanzaba a toda velocidad en las sombras de la noche. Andrés era el lacayo personal de la madre de Isabel, doña Enriqueta. Era un tipo simpático, aunque muy reservado y no del todo feo. Era alto y delgado, de complexión atlética, con el pelo y los ojos muy negros, lo que le daba un aspecto un tanto siniestro y peligroso. Doña Enriqueta estaba prácticamente segura de que era un proscrito, o algo así, cuando entró a su servicio. Una vez, cuando trataron de saquear el carruaje de doña Enriqueta en un camino perdido, Andrés la había defendido y se había enfrentado, él solo, a tres bandidos, dos de los cuales habían resultado muertos. Andrés casi no había ni pestañeado y el hecho de haber matado a dos hombres parecía no afectarle. Luego, poco a poco, se había ido ganando la confianza y el afecto doña Enriqueta hasta llegar a ser su lacayo personal.
Doña Enriqueta había vivido un infierno con la triste vida de su hija y cuando don Clemente, su marido, falleció, había hecho todo lo que había podido para suavizar la situación trayendo durante largas temporadas a su hija y a su nieta a su casa. Don Felipe no conocía a Andrés, y eso, junto con la certeza de que él sabría defender a su nieta de los peligros, les confería una notable ventaja frente a don Felipe.
Dentro del coche, Ana miraba con pena y con ternura la cara desanimada de María.
—Todo saldrá bien, tesoro. Ya lo verás —dijo para tratar de animarla— Y ahora ponte tu gorra y vamos a tratar de esconder esa magnífica cabellera tuya.
María levantó la mirada para ver la amplia sonrisa que le ofrecía Ana. Estaba tan agradecida de que al menos ella viniera… Siempre la había querido mucho, como a una madre. Y ella la había tratado como a una hija. Así pues, María decidió salir de su estado de estupor y comenzar con el plan, que con tanto cariño habían trazado entre su abuela, su madre y Ana. Y se envalentonó cogiendo aire con una fuerte bocanada, como si así pudiese inspirar todo el valor que necesitaba para seguir adelante con aquel descabellado plan.

Cuando llegaron al puerto dos días después, nadie podría encontrar allí a una niña rica de diez años con su nana de unos cuarenta, ni aunque le fuera la vida en ello. Pero había una familia de posición social baja, aunque con suficiente dinero para realizar aquel viaje, que se componía de unos papás de mediana edad con un chiquillo de unos siete años. Si don Felipe había descubierto la huida, no los encontrarían. María ocultaba su cara con aquella enorme gorra de lana y cierta suciedad en la cara. Iba todo el tiempo agarrada detrás de las faldas de Ana como el chiquillo tímido que pretendía aparentar. Aunque todo estaba saliendo bien, ni María ni Ana podían con su temblor, mientras que Andrés se desenvolvía como pez en el agua. Cualquiera diría que hasta se estaba divirtiendo, cosa que confundió bastante a la mujer y a la niña. Solo cuando consiguieron embarcar, gracias a las tramitaciones de Andrés, y llegaron al sucio camarote, pudieron respirar tranquilas. ¡Estaban a salvo!

La travesía se le hizo eterna a María, ya que todos los días tenía que esforzarse por ensuciar su cara y disfrazarse de muchacho. Además, estaba Andrés, que había resultado ser un profesor de inglés de lo más estricto e insistente. Su abuela había planeado también aquello. María odiaba las clases de aquella lengua tan enrevesada, pero disfrutaba enormemente con los tremendos esfuerzos, sin ningún tipo de resultados, de su nana. Cada vez que Ana metía la pata, se levantaba enfurecida con la cabeza bien alta y decía que ella era española y que si alguien debía aprender un idioma, ese era el lord inglés; él debía aprender el castellano para entenderse con su hija y no ellas. Y después se alejaba muy orgullosa con la espalda muy tiesa, para al rato volver arrepentida. Andrés se limitaba a mirarla ir y venir pero nunca la reprendía como a María, que al menos aprendía, aunque muy lentamente.
Pero, según se acercaban a la costa inglesa María sentía crecer el miedo en su interior. Echaba mucho de menos a su madre.  Había demasiadas cosas desconocidas en aquel país y no sabía que le depararía allí el destino. Su principal miedo era conocer a su verdadero padre. ¿Cómo sería? Ella desconocía lo que era el amor de un padre y su madre le había dicho cosas tan bonitas de él… que tenía miedo de haber alimentado falsamente un sueño; o que, simplemente, ella no le gustara y no la quisiera; o que estuviera casado, con hijos legítimos y renegara de ella… Había tantas posibilidades, tanto desconocimiento y tantos temores que se pasaba la mayor parte de las noches sin poder conciliar el sueño. Cuando por fin avistaron la costa inglesa, el nudo que tenía en el estómago era tan grande que no era capaz de ingerir ningún tipo de alimento. Y lo peor fue la espera una vez allí hasta que por fin pudieron anclar en los muelles y descender del barco debido al gran tráfico marítimo.
Andrés la había instruido un poco en la historia de aquel país que al parecer conocía bien. Cada día que pasaba, tanto ella como Ana se asombraban más de las múltiples cualidades de aquel hombre que tan solo habían conocido al salir de España. Pero cuando sus piececitos tocaron por fin tierra firme, María no podía cerrar la boca. El hecho de que Andrés les hubiera contado que era el mayor puerto del mundo no significó que ninguna de las dos no se sintiesen deslumbradas. Todos aquellos muelles y todos esos buques que formaban hileras interminables que se perdían de vista; aquel ajetreo y todo aquel gentío… Todo contribuyó a que el miedo de María se convirtiese en pánico. Decididamente, jamás encontrarían a su padre. ¿Cómo iba a hacerlo en una ciudad tan grande y con toda aquella gente? La mente de María daba vueltas y vueltas y cada vez se sentía más mareada.
—¿Estás bien, pequeña? —preguntó dulcemente Ana.
María consiguió apartar de sí sus locos pensamientos y cerrar la boca, por primera vez desde que desembarcaron.
—¡Tengo mucho miedo, Ana! —confesó la pequeña al borde de las lágrimas.
—No te preocupes, cielo. Lo peor ha sido escapar de don Felipe, y eso lo hemos conseguido —aseguró con esperanza—. ¡Siguiente parada, encontrar a tu padre! —dijo con una sonrisa en la boca— ¡Pan comido… pan comido…! —suspiró mientras levantaba la vista hacia los muelles y su desesperación igualaba a la de la propia María.
Ana agarró fuertemente la mano de la niña y miró a Andrés con ojos suplicantes.
—¿Y ahora, qué? —preguntó con voz temblorosa.
Para el asombro de ambas, Andrés dibujó una amplia sonrisa en el rostro.
—¡A preguntar! —dijo con determinación— Será fácil encontrar a ese lord si es tan rico como dice doña Isabel.
Y, sin más pausa, agarró la otra mano de la niña y comenzaron a caminar hacia el centro de Londres, llenos de esperanzas.
Lo cierto es que no fue difícil localizar al padre de María. Aunque solo contaban con el nombre, pronto descubrieron que Gabriel St. James era un marqués, y como tal, era conocido en todo Londres. Después de caminar lo que parecían días enteros, por fin se encontraron al pie de la mansión de su supuesto padre. Era la mansión más grande que María había visto en su vida. Aquello no tenía nada que ver con su hogar de España. Por supuesto, no es que ella no hubiese visto grandes casas en su vida, pero a juzgar por la expresión de Ana esta debía de ser la más grandiosa del mundo entero.

María quería salir corriendo pero las piernas le fallaban y lo único que quería hacer era vomitar. Vomitar a su padre no sería la mejor manera de comenzar una buena relación. Sintió que se mareaba e incluso iba a pedirle a Andrés que volvieran en otro momento cuando este llamó enérgicamente a la puerta. Ya no había vuelta atrás. María se escondió tras las faldas de Ana, cerró muy fuerte los ojos y contuvo el aliento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario