Así que aquí dejo el primer capítulo de mi novela "El pecado".
Prólogo
Océano atlántico, verano de 1798
Isabel se despertó
asustada. No sabía qué había sucedido, pero algo la había sobresaltado. Su
corazón latía violentamente. De repente, un estruendo cruzó el húmedo y cálido
aire del camarote del barco en el que se hallaba.
«¿Qué está ocurriendo?», pensó
asustada.
Otro estruendo hizo
mover el suelo bajo su cama. Arriba se oía el ajetreo alocado de quienes se
preparan para la batalla.
«¡Dios mío!», se dijo.
Otro estruendo retumbó
hasta dentro de su cuerpo. Rápidamente se vistió con lo primero decente que
encontró y abrió la puerta para correr escaleras arriba con el corazón desbocado.
«¡Buen Dios! ¿Qué está pasando?», pensó atropelladamente.
En el preciso
instante en que llegaba a cubierta oyó a su padre rugir desesperado:
—¡Isabel! ¡Quédate
abajo y enciérrate! ¡Esos cerdos ingleses nos van a abordar!
Isabel sintió que
se le salía el corazón del pecho mientras observaba aterrada la desgarradora
imagen del buque en el que viajaba rumbo a España. Todo tipo de metralla había
perforado la cubierta y había fuego por todas partes. Pero su temor se
acrecentó al oír los terribles aullidos de dolor de la tripulación herida y al
ver la sangre y los muertos esparcidos por entre los restos del Nuestra Señora del Carmen.
—¡Isabel! —bramó su
padre—. ¡Obedece!
Isabel estaba
paralizada por el miedo pero hizo acopio de fuerzas y bajó las escaleras a la
carrera. Mientras, comenzaba a oír los gritos de guerra y el choque del acero
de las espadas que daban inicio al abordaje. Se encerró en su camarote
temblando y pensando que ese sería su final.
Allí abajo, oyendo
la batalla que se desarrollaba en la cubierta e incapaz de moverse, el tiempo
se le hizo eterno. De repente, cuando parecía que todo había finalizado, la
puerta de su camarote se abrió violentamente. Un hombre corpulento que ella no
conocía y que portaba una espada ensangrentada en la mano, se la quedó mirando
desde el umbral. Con la respiración fatigada por la batalla, preguntó en
inglés:
—¿Comprende lo que
le digo, señorita? —dijo bruscamente.
Isabel solo atinó a
asentir con la cabeza en gesto afirmativo mientras cada fibra de su ser
temblaba de miedo.
—Bien. Sígame. ¡Es
usted nuestra prisionera! —dijo en tono solemne.
Isabel se cubrió
con un abrigo y fue hacia la puerta con paso tembloroso.
«¡Dios todopoderoso! ¡Los ingleses nos han capturado!»
A Isabel la
encerraron en un camarote del bergantín inglés Vengance. Sola y sin saber si su padre aún vivía pensó que todo
esto debía ser una pesadilla. Se acurrucó en una esquina abrazándose las
piernas y enterrando la cabeza en ellas.
Ya solo debía haber faltado una semana para
llegar a Cádiz y haber vuelto a su hogar. Volvían desde La Florida para que
Isabel contrajera matrimonio con don Felipe de Uriarte, a quien ella odiaba.
Era un tirano conocido en toda España por su perversidad. Isabel le había
suplicado a su padre que detuviese aquella unión, pero él, don Clemente San
Llorente, grande de España, solo pensaba en los beneficios que aquella unión le
reportaría.
Ahora le parecía
graciosa esa situación. Había rogado a Dios que algo sucediese para impedir
aquel matrimonio que convertiría su vida en un infierno y había sucedido… Y lo
cierto es que prefería morir antes que unirse a don Felipe. ¡Por Dios! ¡Si tan
solo tenía quince primaveras! ¡Y don Felipe era algo mayor que su propio padre!
Pero, ¿qué es lo que le deparaba aquella nueva situación? ¿Violación?
¿Degradación? ¿Muerte? España estaba en guerra con Inglaterra al ser aliada de
Francia en la guerra de Napoleón. Y ahora ella, Isabel de San Llorente, era
prisionera de los británicos. Pues bien, si ese era su destino… lo prefería a
su casamiento.
Unos golpes en la
puerta interrumpieron sus pensamientos y su corazón comenzó a latir
violentamente. La puerta se abrió y apareció la figura de un joven enorme de
pelo negro. Al observarlo detenidamente, Isabel sintió que se le paraba el
corazón; aunque no de miedo precisamente. Sin duda era el joven más apuesto que
había visto en su vida. Era alto y musculoso y su apostura denotaba un gran
poder pese a lo joven que parecía. Pero cuando lo miró a la cara se le secó la
garganta en el acto y quedó atrapada en aquellos ojos verdes.
Gabriel la miraba
con la misma intensidad mientras se preguntaba qué hacía allí aquella belleza
morena. No podía dejar de mirar aquella boca llena y sensual y aquellos grandes
ojos negros almendrados que la miraban con tanto asombro. Incómodo consigo
mismo por sus pensamientos y la tarea que le habían encomendado, comenzó a
hablar bruscamente:
—¡Bien!
—dijo casi gruñendo—. Me han dicho que entiende perfectamente mi idioma.
Durante el resto de la travesía me ocuparé de traerle comida dos veces al día y
le proporcionaré todo lo que necesite para que su viaje sea lo más cómodo posible,
dadas las circunstancias.
Gabriel dejó el
plato en el suelo al lado del catre. También le dejó un orinal y se giró para
irse cuando la voz de la muchacha lo detuvo.
—¡Por favor! —dijo
Isabel con voz temblorosa—. ¿Qué me va a suceder? ¿Qué… qué está ocurriendo?
Gabriel se giró y
pudo ver el miedo reflejado en los ojos de la muchacha. De repente sintió una
necesidad casi ridícula de abrazarla para tranquilizarla. Pero, ¿qué demonios
le sucedía? Tan solo tenía diecisiete años, pero ya era lo suficientemente
experto en mujeres como para dejarse embelesar por un par de ojos bonitos. En
Londres, las mujeres lo perseguían por doquier y él nunca rechazaba los favores
que tan prestamente le dispensaban. Su vida era fácil, quizá demasiado, al ser
el heredero de un rico lord inglés, con tal número de títulos que solo de pensar
en ellos se cansaba.
Por eso había embarcado a escondidas en el Vengance. Para escapar del aburrimiento
y poder hacerse un hombre hecho y derecho lejos de la vida fácil de Londres.
Pero cuando el capitán lo descubrió, a este le había entrado pánico solo de
imaginar lo que le haría el padre del muchacho si no lo devolvía sano y salvo.
Por eso, a Gabriel lo habían relegado a ocuparse de las tareas de un triste
grumete, o peor, «cuidar de la dama» hasta que pudiesen
regresar a Londres. Estaba francamente frustrado. Su pequeña aventura se había
convertido en una pesadilla.
Cogió aire para
intentar apartar sus pensamientos y centrarse en aquella preciosa española que
comenzaba a exasperarlo.
—¡Señorita! ¡Es
nuestra prisionera hasta que hagamos un intercambio en España! ¡Ustedes por
nuestros capitanes capturados!
—¿Un intercambio? —dijo
ella sorprendida—. ¿De eso se trata? ¿Nos dejarán libres?
Gabriel miró
divertido la cara de asombro de la joven y se puso en cuclillas para poder
observar mejor sus rasgos.
—Sí, de eso se
trata —dijo repentinamente más tranquilo—. Estamos en guerra y ustedes tienen
capitanes británicos retenidos en España. Nos dan a nuestros capitanes y nosotros
les dejamos libres.
—¡Vaya! —suspiró
Isabel tan sorprendida, con tanto alivio y una expresión de incredulidad en sus
bellos ojos que Gabriel no pudo evitar sonreír.
—¿Y mi padre? ¿Está
vivo? —preguntó atropelladamente.
—Sí. Y casi toda la
tripulación —dijo ya completamente relajado y deleitándose con la charla de la
muchacha.
—¿Y mi padre sabe
que estoy viva? —Isabel hablaba a toda velocidad y parecía haber perdido todo el
miedo a la situación.
—¿Sabe usted que
pregunta demasiado para ser aquí la prisionera? —dijo divertido.
Isabel se ruborizó
intensamente ante el comentario y bajó los ojos hacia el suelo, incómoda con la
situación. Aquel muchacho la turbaba… y mucho. Pero había hecho que se sintiera
cómoda con él. Cuando se había agachado a su lado su corazón había comenzado a
latir desbocado y había visto en aquellos estanques verdes que él no la lastimaría.
Estaba segura de ello. Y ahora su mente trabajaba atropelladamente para salir
de aquella nueva situación.
—Lo siento —dijo
contrita y sin mirarle—. Estoy demasiado desconcertada.
Gabriel se maldijo
por haber provocado aquel cambio en la conversación. Descubrió sorprendido que
le agradaba el descaro de la muchacha.
—Le diré a su padre
que se encuentra usted bien —dijo intentando redimir la situación.
—¡No! —dijo casi en
un grito Isabel, a la vez que levantaba sus ojos para encontrarse con la
sorprendida mirada de Gabriel.—¡Por favor! ¡No le diga nada! ¡No le diga que
estoy viva! —dijo bajando el tono de voz hasta que este se redujo a una
implorante súplica.
Gabriel subió
lentamente su mano y acarició la mejilla de la joven como si así pudiese
aclarar su confusión, pero cuando sus miradas se encontraron, supo que estaba
perdido y que no le importaba nada más salvo besar aquella dulce boca.
Isabel estaba
profundamente perdida en sus ojos y en el torbellino de emociones que por
primera vez en su vida experimentaba. Cuando los labios de él rozaron
suavemente los suyos perdió toda noción de tiempo y espacio.
Gabriel no entendía
qué lo había impulsado a besar a una prisionera. Pero la muchacha era demasiado
dulce para dejarla y aquella respuesta incondicional de ella lo sobrepasó, a
tal punto que casi perdió el control de la situación. Cuando se dio cuenta de
lo que estaba haciendo se separó bruscamente de ella, se levantó con cara de
confusión y se marchó sin decir una palabra, furioso consigo mismo.
Isabel consiguió
salir de su estupor con el golpe que él dio en la puerta al salir. No entendía
qué había ocurrido pero se sentía en el cielo y… feliz. Cuando al fin recuperó
el dominio de su cuerpo y de su mente tras aquel beso, el primero de su vida,
comenzó a pensar frenéticamente. Sí, le rogaría a aquel muchacho que la dejara
libre y le dijese a su padre que había muerto. Una vez en tierra buscaría
trabajo donde hiciese falta y comenzaría una nueva vida… libre. Aquel chico la
ayudaría. Estaba segura. Lo había visto en sus ojos.
Gabriel no volvió
hasta bien entrada la noche, y cuando entró su expresión era una máscara
impenetrable.
—Aquí está tu cena
—dijo Gabriel bruscamente.
Cuando se giraba
para irse, Isabel le detuvo casi gritando:
—¡Espera! ¡Por
favor, no te vayas! —dijo suplicante.
Gabriel no entendió
por qué se detuvo y menos por qué la escuchó. Acabaron sentados en el catre,
uno al lado del otro como si fuesen amigos de toda la vida mientras Isabel le
suplicaba por la ayuda necesaria para realizar su plan.
Una vez más Gabriel
se marchó sin mirar atrás y sin decir una sola palabra, dejando a Isabel en la
más completa incertidumbre.
Durante los dos
días siguientes Gabriel acudía a su camarote para llevar la comida. Se quedaba
a hablar con ella pero no mencionaba nada de aquel descabellado plan e Isabel
comenzó a derrumbarse poco a poco, ya que tampoco se atrevía a preguntarle. El
tercer día, cuando ya pensaba que todo estaba perdido, Gabriel la miró a los
ojos y dijo casi tímidamente:
—¡Puedo llevarte a
Inglaterra! Es decir… si tú quieres. Allí podría ayudarte a encontrar trabajo y
comenzar tu nueva vida.
A Isabel se le
abrieron los ojos de par en par. No se lo podía creer. ¡La iba a ayudar! ¡Iba a
ser libre y no tendría que casarse con don Felipe! ¡Y se iba con… él! De
repente, y sin saber muy bien lo que hacía, se abalanzó sobre él y le abrazó
fuertemente mientras se lo agradecía con toda su alma.
Gabriel no sabía
por qué él estaba también tan feliz. Pero de pronto, cuando se separaron lo
suficiente para poder mirarse, lo comprendió. Quería estar con aquella
muchachita española. Nadie en el barco le contradiría y en cuanto a su padre…
bien, ya pensaría algo. Y entonces, sin más, comenzó a besarla hasta que sus
cuerpos se fundieron en uno solo. Isabel sabía que nunca en su vida
experimentaría nada igual a aquello y se dejó llevar por la emoción, la alegría
y la felicidad de estar con aquel inglés que en tan solo tres días se había
convertido en el hombre más importante de su vida.
Isabel se hizo
mujer con Gabriel y durante la semana siguiente fue la muchacha más feliz de la
tierra. Él pasaba las noches con ella y poco a poco comenzaron a hablar del
futuro… juntos. Pero el destino les
tenía preparada una sorpresa.
La madrugada antes
del intercambio quiso la suerte que los españoles presos en el Nuestra Señora del Carmen lograsen
escapar. Se hicieron con el barco y llegaron al Vengance, donde estaban los oficiales e Isabel retenidos. Cuando
los ingleses quisieron darse cuenta se desató una lucha terrible en la cubierta,
pero los ingleses estaban desprevenidos. Gabriel luchó con valor y frustración al
darse cuenta de que la baza para intercambiar a sus compatriotas se les
escapaba de las manos. Su corazón se detuvo cuando vio cómo Isabel era
arrastrada sobre la cubierta por un español, mientras gritaba y trataba de
zafarse de él.
—¡Isabel! —gritó Gabriel
con todas sus fuerzas.
Cuando Isabel
encontró la mirada de Gabriel su desesperación fue total. La habían encontrado
y ahora no solo iba a perder su preciada libertad sino también al amor de su
vida.
Gabriel pudo
observar cómo las lágrimas cubrían el rostro lleno de dolor de Isabel. Hizo
acopio de todas sus fuerzas para llegar hasta ella, pero el buque insignia de
la flota española se acercaba y el dolor y la rabia se apoderaron de él cuando
vio cómo se alejaba el bote con su amor y el capitán ordenaba la retirada.
Boom. Se oyó una
sonora bofetada en el silencio de la espaciosa habitación que hizo que Isabel girara
violentamente la cara, a la vez que las lágrimas acudían nuevamente a su
rostro.
—¡Perra! —escupió
su padre con una furia cegadora en la cara—. ¿Cómo has podido? ¡Pero no
estropearás mis planes! No dirás nada y te casarás con don Felipe como estaba
planeado.
Isabel abrió
desmesuradamente sus ojos cubiertos de lágrimas. Su padre no podía hacerle
aquello. En cuanto don Felipe se enterara de que no era pura, la mataría.
—Pero padre… —dijo
ella con voz temblorosa.
—¡Silencio! ¡Harás
lo que se te ordena! —bramó don Clemente.
Isabel bajó su
mirada. Ya nada podía hacer sino enfrentarse a su destino.
La boda se celebró a la semana siguiente y esa misma
noche, cuando don Felipe la poseyó cruelmente, su mundo terminó. Don Felipe la
mandó azotar y la repudió en secreto para ocultar su propia vergüenza. Isabel
fue relegada prácticamente al estatus de una sierva.
Pero el destino no
había sido tan cruel con ella al fin y al cabo. Nueve meses después nacía su
dulce María. El mayor tesoro que le depararía su triste y hastiada vida…
¡Hola! ¡Qué bonito el blog! Yo acabo de crear uno en el que también escribo una novela romántica ambientada en la era victoriana, me gustaría que te pasaras, acabo de empezar y siempre se agradece una visita más. Muchos besos, me pondré al día con la tuya ^^
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