domingo, 27 de enero de 2013

EL PECADO - PRÓLOGO

   Bueno, no sé cómo comenzar; así que voy a empezar un poquito a saco mientras le cojo el truco a esto del blog.
   Así que aquí dejo el primer capítulo de mi novela "El pecado".


Prólogo
Océano atlántico, verano de 1798
Isabel se despertó asustada. No sabía qué había sucedido, pero algo la había sobresaltado. Su corazón latía violentamente. De repente, un estruendo cruzó el húmedo y cálido aire del camarote del barco en el que se hallaba.
«¿Qué está ocurriendo?», pensó asustada.
Otro estruendo hizo mover el suelo bajo su cama. Arriba se oía el ajetreo alocado de quienes se preparan para la batalla.
«¡Dios mío!», se dijo.
Otro estruendo retumbó hasta dentro de su cuerpo. Rápidamente se vistió con lo primero decente que encontró y abrió la puerta para correr escaleras arriba con el corazón desbocado.
«¡Buen Dios! ¿Qué está pasando?», pensó atropelladamente.
En el preciso instante en que llegaba a cubierta oyó a su padre rugir desesperado:
—¡Isabel! ¡Quédate abajo y enciérrate! ¡Esos cerdos ingleses nos van a abordar!
Isabel sintió que se le salía el corazón del pecho mientras observaba aterrada la desgarradora imagen del buque en el que viajaba rumbo a España. Todo tipo de metralla había perforado la cubierta y había fuego por todas partes. Pero su temor se acrecentó al oír los terribles aullidos de dolor de la tripulación herida y al ver la sangre y los muertos esparcidos por entre los restos del Nuestra Señora del Carmen.
—¡Isabel! —bramó su padre—. ¡Obedece!
Isabel estaba paralizada por el miedo pero hizo acopio de fuerzas y bajó las escaleras a la carrera. Mientras, comenzaba a oír los gritos de guerra y el choque del acero de las espadas que daban inicio al abordaje. Se encerró en su camarote temblando y pensando que ese sería su final.
Allí abajo, oyendo la batalla que se desarrollaba en la cubierta e incapaz de moverse, el tiempo se le hizo eterno. De repente, cuando parecía que todo había finalizado, la puerta de su camarote se abrió violentamente. Un hombre corpulento que ella no conocía y que portaba una espada ensangrentada en la mano, se la quedó mirando desde el umbral. Con la respiración fatigada por la batalla, preguntó en inglés:
—¿Comprende lo que le digo, señorita? —dijo bruscamente.
Isabel solo atinó a asentir con la cabeza en gesto afirmativo mientras cada fibra de su ser temblaba de miedo.
—Bien. Sígame. ¡Es usted nuestra prisionera! —dijo en tono solemne.
Isabel se cubrió con un abrigo y fue hacia la puerta con paso tembloroso.
«¡Dios todopoderoso! ¡Los ingleses nos han capturado!»
A Isabel la encerraron en un camarote del bergantín inglés Vengance. Sola y sin saber si su padre aún vivía pensó que todo esto debía ser una pesadilla. Se acurrucó en una esquina abrazándose las piernas y enterrando la cabeza en ellas.
 Ya solo debía haber faltado una semana para llegar a Cádiz y haber vuelto a su hogar. Volvían desde La Florida para que Isabel contrajera matrimonio con don Felipe de Uriarte, a quien ella odiaba. Era un tirano conocido en toda España por su perversidad. Isabel le había suplicado a su padre que detuviese aquella unión, pero él, don Clemente San Llorente, grande de España, solo pensaba en los beneficios que aquella unión le reportaría.
Ahora le parecía graciosa esa situación. Había rogado a Dios que algo sucediese para impedir aquel matrimonio que convertiría su vida en un infierno y había sucedido… Y lo cierto es que prefería morir antes que unirse a don Felipe. ¡Por Dios! ¡Si tan solo tenía quince primaveras! ¡Y don Felipe era algo mayor que su propio padre! Pero, ¿qué es lo que le deparaba aquella nueva situación? ¿Violación? ¿Degradación? ¿Muerte? España estaba en guerra con Inglaterra al ser aliada de Francia en la guerra de Napoleón. Y ahora ella, Isabel de San Llorente, era prisionera de los británicos. Pues bien, si ese era su destino… lo prefería a su casamiento.
Unos golpes en la puerta interrumpieron sus pensamientos y su corazón comenzó a latir violentamente. La puerta se abrió y apareció la figura de un joven enorme de pelo negro. Al observarlo detenidamente, Isabel sintió que se le paraba el corazón; aunque no de miedo precisamente. Sin duda era el joven más apuesto que había visto en su vida. Era alto y musculoso y su apostura denotaba un gran poder pese a lo joven que parecía. Pero cuando lo miró a la cara se le secó la garganta en el acto y quedó atrapada en aquellos ojos verdes.
Gabriel la miraba con la misma intensidad mientras se preguntaba qué hacía allí aquella belleza morena. No podía dejar de mirar aquella boca llena y sensual y aquellos grandes ojos negros almendrados que la miraban con tanto asombro. Incómodo consigo mismo por sus pensamientos y la tarea que le habían encomendado, comenzó a hablar bruscamente:
—¡Bien! —dijo casi gruñendo—. Me han dicho que entiende perfectamente mi idioma. Durante el resto de la travesía me ocuparé de traerle comida dos veces al día y le proporcionaré todo lo que necesite para que su viaje sea lo más cómodo posible, dadas las circunstancias.
Gabriel dejó el plato en el suelo al lado del catre. También le dejó un orinal y se giró para irse cuando la voz de la muchacha lo detuvo.
—¡Por favor! —dijo Isabel con voz temblorosa—. ¿Qué me va a suceder? ¿Qué… qué está ocurriendo?
Gabriel se giró y pudo ver el miedo reflejado en los ojos de la muchacha. De repente sintió una necesidad casi ridícula de abrazarla para tranquilizarla. Pero, ¿qué demonios le sucedía? Tan solo tenía diecisiete años, pero ya era lo suficientemente experto en mujeres como para dejarse embelesar por un par de ojos bonitos. En Londres, las mujeres lo perseguían por doquier y él nunca rechazaba los favores que tan prestamente le dispensaban. Su vida era fácil, quizá demasiado, al ser el heredero de un rico lord inglés, con tal número de títulos que solo de pensar en ellos se cansaba.
 Por eso había embarcado a escondidas en el Vengance. Para escapar del aburrimiento y poder hacerse un hombre hecho y derecho lejos de la vida fácil de Londres. Pero cuando el capitán lo descubrió, a este le había entrado pánico solo de imaginar lo que le haría el padre del muchacho si no lo devolvía sano y salvo. Por eso, a Gabriel lo habían relegado a ocuparse de las tareas de un triste grumete, o peor, «cuidar de la dama» hasta que pudiesen regresar a Londres. Estaba francamente frustrado. Su pequeña aventura se había convertido en una pesadilla.
Cogió aire para intentar apartar sus pensamientos y centrarse en aquella preciosa española que comenzaba a exasperarlo.
—¡Señorita! ¡Es nuestra prisionera hasta que hagamos un intercambio en España! ¡Ustedes por nuestros capitanes capturados!
—¿Un intercambio? —dijo ella sorprendida—. ¿De eso se trata? ¿Nos dejarán libres?
Gabriel miró divertido la cara de asombro de la joven y se puso en cuclillas para poder observar mejor sus rasgos.
—Sí, de eso se trata —dijo repentinamente más tranquilo—. Estamos en guerra y ustedes tienen capitanes británicos retenidos en España. Nos dan a nuestros capitanes y nosotros les dejamos libres.
—¡Vaya! —suspiró Isabel tan sorprendida, con tanto alivio y una expresión de incredulidad en sus bellos ojos que Gabriel no pudo evitar sonreír.
—¿Y mi padre? ¿Está vivo? —preguntó atropelladamente.
—Sí. Y casi toda la tripulación —dijo ya completamente relajado y deleitándose con la charla de la muchacha.
—¿Y mi padre sabe que estoy viva? —Isabel hablaba a toda velocidad y parecía haber perdido todo el miedo a la situación.
—¿Sabe usted que pregunta demasiado para ser aquí la prisionera? —dijo divertido.
Isabel se ruborizó intensamente ante el comentario y bajó los ojos hacia el suelo, incómoda con la situación. Aquel muchacho la turbaba… y mucho. Pero había hecho que se sintiera cómoda con él. Cuando se había agachado a su lado su corazón había comenzado a latir desbocado y había visto en aquellos estanques verdes que él no la lastimaría. Estaba segura de ello. Y ahora su mente trabajaba atropelladamente para salir de aquella nueva situación.
—Lo siento —dijo contrita y sin mirarle—. Estoy demasiado desconcertada.
Gabriel se maldijo por haber provocado aquel cambio en la conversación. Descubrió sorprendido que le agradaba el descaro de la muchacha.
—Le diré a su padre que se encuentra usted bien —dijo intentando redimir la situación.
—¡No! —dijo casi en un grito Isabel, a la vez que levantaba sus ojos para encontrarse con la sorprendida mirada de Gabriel.—¡Por favor! ¡No le diga nada! ¡No le diga que estoy viva! —dijo bajando el tono de voz hasta que este se redujo a una implorante súplica.
Gabriel subió lentamente su mano y acarició la mejilla de la joven como si así pudiese aclarar su confusión, pero cuando sus miradas se encontraron, supo que estaba perdido y que no le importaba nada más salvo besar aquella dulce boca.
Isabel estaba profundamente perdida en sus ojos y en el torbellino de emociones que por primera vez en su vida experimentaba. Cuando los labios de él rozaron suavemente los suyos perdió toda noción de tiempo y espacio.
Gabriel no entendía qué lo había impulsado a besar a una prisionera. Pero la muchacha era demasiado dulce para dejarla y aquella respuesta incondicional de ella lo sobrepasó, a tal punto que casi perdió el control de la situación. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se separó bruscamente de ella, se levantó con cara de confusión y se marchó sin decir una palabra, furioso consigo mismo.
Isabel consiguió salir de su estupor con el golpe que él dio en la puerta al salir. No entendía qué había ocurrido pero se sentía en el cielo y… feliz. Cuando al fin recuperó el dominio de su cuerpo y de su mente tras aquel beso, el primero de su vida, comenzó a pensar frenéticamente. Sí, le rogaría a aquel muchacho que la dejara libre y le dijese a su padre que había muerto. Una vez en tierra buscaría trabajo donde hiciese falta y comenzaría una nueva vida… libre. Aquel chico la ayudaría. Estaba segura. Lo había visto en sus ojos.
Gabriel no volvió hasta bien entrada la noche, y cuando entró su expresión era una máscara impenetrable.
—Aquí está tu cena —dijo Gabriel bruscamente.
Cuando se giraba para irse, Isabel le detuvo casi gritando:
—¡Espera! ¡Por favor, no te vayas! —dijo suplicante.
Gabriel no entendió por qué se detuvo y menos por qué la escuchó. Acabaron sentados en el catre, uno al lado del otro como si fuesen amigos de toda la vida mientras Isabel le suplicaba por la ayuda necesaria para realizar su plan.
Una vez más Gabriel se marchó sin mirar atrás y sin decir una sola palabra, dejando a Isabel en la más completa incertidumbre.
Durante los dos días siguientes Gabriel acudía a su camarote para llevar la comida. Se quedaba a hablar con ella pero no mencionaba nada de aquel descabellado plan e Isabel comenzó a derrumbarse poco a poco, ya que tampoco se atrevía a preguntarle. El tercer día, cuando ya pensaba que todo estaba perdido, Gabriel la miró a los ojos y dijo casi tímidamente:
—¡Puedo llevarte a Inglaterra! Es decir… si tú quieres. Allí podría ayudarte a encontrar trabajo y comenzar tu nueva vida.
A Isabel se le abrieron los ojos de par en par. No se lo podía creer. ¡La iba a ayudar! ¡Iba a ser libre y no tendría que casarse con don Felipe! ¡Y se iba con… él! De repente, y sin saber muy bien lo que hacía, se abalanzó sobre él y le abrazó fuertemente mientras se lo agradecía con toda su alma.
Gabriel no sabía por qué él estaba también tan feliz. Pero de pronto, cuando se separaron lo suficiente para poder mirarse, lo comprendió. Quería estar con aquella muchachita española. Nadie en el barco le contradiría y en cuanto a su padre… bien, ya pensaría algo. Y entonces, sin más, comenzó a besarla hasta que sus cuerpos se fundieron en uno solo. Isabel sabía que nunca en su vida experimentaría nada igual a aquello y se dejó llevar por la emoción, la alegría y la felicidad de estar con aquel inglés que en tan solo tres días se había convertido en el hombre más importante de su vida.
Isabel se hizo mujer con Gabriel y durante la semana siguiente fue la muchacha más feliz de la tierra. Él pasaba las noches con ella y poco a poco comenzaron a hablar del futuro…  juntos. Pero el destino les tenía preparada una sorpresa.
La madrugada antes del intercambio quiso la suerte que los españoles presos en el Nuestra Señora del Carmen lograsen escapar. Se hicieron con el barco y llegaron al Vengance, donde estaban los oficiales e Isabel retenidos. Cuando los ingleses quisieron darse cuenta se desató una lucha terrible en la cubierta, pero los ingleses estaban desprevenidos. Gabriel luchó con valor y frustración al darse cuenta de que la baza para intercambiar a sus compatriotas se les escapaba de las manos. Su corazón se detuvo cuando vio cómo Isabel era arrastrada sobre la cubierta por un español, mientras gritaba y trataba de zafarse de él.          
—¡Isabel! —gritó Gabriel con todas sus fuerzas.
Cuando Isabel encontró la mirada de Gabriel su desesperación fue total. La habían encontrado y ahora no solo iba a perder su preciada libertad sino también al amor de su vida.
Gabriel pudo observar cómo las lágrimas cubrían el rostro lleno de dolor de Isabel. Hizo acopio de todas sus fuerzas para llegar hasta ella, pero el buque insignia de la flota española se acercaba y el dolor y la rabia se apoderaron de él cuando vio cómo se alejaba el bote con su amor y el capitán ordenaba la retirada.




Boom. Se oyó una sonora bofetada en el silencio de la espaciosa habitación que hizo que Isabel girara violentamente la cara, a la vez que las lágrimas acudían nuevamente a su rostro.
—¡Perra! —escupió su padre con una furia cegadora en la cara—. ¿Cómo has podido? ¡Pero no estropearás mis planes! No dirás nada y te casarás con don Felipe como estaba planeado.
Isabel abrió desmesuradamente sus ojos cubiertos de lágrimas. Su padre no podía hacerle aquello. En cuanto don Felipe se enterara de que no era pura, la mataría.
—Pero padre… —dijo ella con voz temblorosa.
—¡Silencio! ¡Harás lo que se te ordena! —bramó don Clemente.
Isabel bajó su mirada. Ya nada podía hacer sino enfrentarse a su destino.




La boda se celebró a la semana siguiente y esa misma noche, cuando don Felipe la poseyó cruelmente, su mundo terminó. Don Felipe la mandó azotar y la repudió en secreto para ocultar su propia vergüenza. Isabel fue relegada prácticamente al estatus de una sierva.

 Pero el destino no había sido tan cruel con ella al fin y al cabo. Nueve meses después nacía su dulce María. El mayor tesoro que le depararía su triste y hastiada vida…

1 comentario:

  1. ¡Hola! ¡Qué bonito el blog! Yo acabo de crear uno en el que también escribo una novela romántica ambientada en la era victoriana, me gustaría que te pasaras, acabo de empezar y siempre se agradece una visita más. Muchos besos, me pondré al día con la tuya ^^

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