¡Ya no queda nada! Unos días y ya estará a la venta "Heridas de amor y de guerra". El 18 de agosto ya está aquí y yo con ganas, en unos días, de que me déis vuestra opinión. Mientras, os dejo el segundo capítulo.
La batalla de Inkerman
Finales de noviembre, hospital de las barracas, cuartel de Scutari
Alex intentó moverse, pero el lacerante dolor de
la pierna izquierda acompañado del intenso dolor que sufría el resto de su
cuerpo le recordaron que, lamentablemente, no estaba muerto. Sus dolencias le
decían claramente, y a gritos, lo contrario. Estaba muy vivo, aunque no sabía
dónde. Las lejanas voces en su conciencia fueron tomando forma, poco a poco,
hasta que consiguió apartar la neblina en la que se encontraba sumergido para
volver al mundo de los vivos y escuchar, con claridad, la conversación que dos
personas mantenían a su lado.
—¡Fue francamente terrible! —relataba una voz
masculina y profunda—. El día era muy frío y estaba muy oscuro debido a la
intensa niebla. Los hombres estaban ateridos y la infantería no solo tuvo que
luchar contra esos cerdos rusos, sino que también tuvieron que hacerlo contra
la nieve, el fango y la sangre de sus propios congéneres. Fue una batalla
cuerpo a cuerpo muy dura, con asaltos de bayoneta contra posiciones de
artillería.
—¡No quiero ni tan siquiera imaginarlo! —exclamó
la dulce voz de una joven, que Alex comenzó a reconocer como familiar—. ¡Esto
no debería haber ocurrido!
—¡La culpa la tienen esos rusos malnacidos!
—increpó el hombre—. Pero les hemos dado su merecido. El general Ménshikov ha
tenido que huir con el rabo entre las piernas —expresó con orgullo.
Alex se alegró de estar de espaldas a los dos
interlocutores y mirando hacia una pared. De lo contrario, hubiesen visto cómo
sus ojos se abrieron desmesuradamente y con brusquedad, al oír las nuevas de
boca de… ¡un inglés! ¿Dónde demonios se encontraba? Por no hablar de los gritos
y lamentos agónicos de personas que se oían muy cerca de él, como si los
estuviesen torturando. ¿Lo habrían hecho prisionero?
—¿Y a qué precio? —demandó la joven con un tono
de cierto enfado—. ¿De qué sirven todas estas muertes? Además, según he oído,
nuestros regimientos están exhaustos y los soldados llegan por millares a
nuestros hospitales. No podremos hacer frente a todos esos pobres heridos. Por
no hablar de la tormenta que ha acaecido y que está matando a miles de
personas.
—Sí —comentó el hombre con aflicción—, la galerna
ha sido terrible —dijo pensativo—. Ha sido muy inesperada y ha llegado en el
peor momento.
—¡Eso! La galerna de la que todo el mundo habla,
¿qué ha sido exactamente eso? —preguntó Anna interesada.
—La galerna es un temporal súbito y violento
—comenzó a explicar el comandante—. No se dan muchas. Al menos, que yo sepa. Y
esta, desde luego ha favorecido, sin lugar a dudas, a esos soldados rusos. Ha
sido de las peores de las que yo haya oído hablar.
—Pero, ¿cómo puede decir eso, si a ellos también
les ha afectado? —dijo con angustia—. Han muerto muchos soldados de ambos
bandos debido al mal tiempo.
—¡Anna, no lo comprende! —intentó explicar el
hombre—. Fue una tempestad terrible que hizo descender las temperaturas más de
doce grados en menos de media hora, con unas lluvias acompañadas de un belicoso
granizo y unos vientos tan intensos que han devastado nuestros campamentos y
han dejado expuestos a nuestros hombres y nuestros caballos. La mayor culpa de
nuestra deplorable situación se debe a que ese maldito temporal ha hundido
buena parte de nuestra flota porque la mar pasó, en minutos, a ser tan gruesa
que parecía montañosa. Esos barcos venían cargados con nuestros víveres para el
invierno. El Príncipe, uno de
nuestros navíos más modernos, ha naufragado, y se calcula que han perdido la
vida más de mil quinientos soldados en la furiosa tormenta. Todo ello ha
retrasado nuestro asalto a Sebastopol y ahora se nos echa el invierno encima. Y
el invierno aquí, con este clima endemoniado, es el gran aliado de los malditos
rusos. Ellos soportan estas temperaturas y estos temporales de una manera
increíble.
—Entiendo que ellos estén más acostumbrados a
este clima, pero sus bajas han sido muy superiores a las nuestras, según tengo
entendido.
El hombre tomó aire, dándose por vencido.
—Anna, ¿qué puedo decirle? —dijo derrotado—.
Usted es tan solo una civil, y es por eso que no puede comprender nada de lo
que ocurre. Además, su compasión por el prójimo también le impide ver la cruda
realidad de la guerra. Puede que sea por eso por lo que todas ustedes son
vistas por los oficiales médicos como personas non gratas.
“¿Compasión? ¿Oficiales médicos? ¿Heridos?
¿Estaría Alex en un hospital inglés?”.
El comandante se incorporó de la improvisada
banqueta en la que se había sentado, al ver a la joven. Se había acercado para
poder charlar un rato con ella.
Anna había bajado la vista, resentida por las
palabras del comandante.
—La dejo con sus quehaceres, que no son pocos.
—Disculpe si le he ofendido, comandante —dijo con
verdadero arrepentimiento, ya que no quería granjearse la enemistad de la única
persona, fuera de su grupo de enfermeras, que se había dignado a tratarla
aunque solo fuese con un mínimo de respeto y educación.
—No me ofenden sus palabras, Anna. Es su opinión
y se merece todo mi respeto… aunque no la comparta.
Eso le hizo ganarse una bella sonrisa por parte
de la enfermera que alegró el día del comandante. Desde que la vio por primera
vez en aquel pasillo, tan bella y tan valiente, trabajando sin descanso y
dispuesta a encararse con aquellos camilleros turcos, había quedado prendado de
ella. Llevaba varios días acercándose a conversar con ella y ya había
descubierto que no era una joven fácil de dominar. Tenía un carácter fuerte y
las ideas muy claras con respecto a la guerra y al sufrimiento humano. Sí, esa
chica le agradaba sobremanera, y él se había propuesto conquistarla. Aquella
belleza sería su mayor triunfo en aquella endemoniada guerra y se la llevaría
de regreso a Londres como trofeo.
—Gracias por su comprensión.
—Nos vemos, Anna.
El comandante se alejó de allí y Anna se volvió
hacia su paciente para aplicarle los cuidados oportunos. Llevaba varios días
delirando, y todavía no lo había visitado ningún médico. Aquello era algo
habitual, dadas las ínfimas condiciones en las que se encontraban. Los soldados
podían pasar semanas sin que ningún médico les visitara o evaluara. Pero, en
esta ocasión, no era lo que más le preocupaba a la joven enfermera ya que, en
sus delirios, el soldado hablaba sin cesar en ruso y de descubrirlo lo hubiesen
fusilado allí mismo, como habían hecho con otros prisioneros. Anna se las había
ingeniado para llevar al soldado a una de las salas que estaban acondicionando
ellas, en vista de las deplorables condiciones higiénicas del hospital. Había
cosido un saco limpio, lo había rellenado de paja y había acomodado a su
soldado en la esquina más apartada de la sala, cerca de una ventana. Cuando
giró a su paciente para revisar su estado, su sorpresa fue mayúscula al
encontrárselo con los ojos abiertos.
Alex había escuchado toda la conversación casi
con la respiración contenida y, ahora, deseaba obtener más información de lo
que estaba ocurriendo a su alrededor. ¿Sería cierto que habían perdido en la
batalla de Inkerman? ¿Habría acontecido una galerna que había retrasado a los
ingleses en su asalto a Sebastopol? Esperó a que el hombre se marchara para
enfrentar a su bonita auxiliadora, si es que sus recuerdos eran acertados. Así
pues, cuando ella comenzó a girarle, mientras todo su dolorido cuerpo clamaba
porque lo dejaran tranquilo, se preparó para la farsa que había pensado
interpretar si sus sospechas de hallarse en un hospital británico eran
acertadas. Pero, por un pequeño instante, se olvidó de todo al contemplar de
cerca la preciosa mirada de la joven que recordaba en la neblina de sus
delirios. Su mente le había traicionado, pues su ángel era aún más bello de lo
que él recordaba.
Anna quedó deslumbrada por el intenso azul de
aquella mirada y, aunque quiso hablar, no se atrevió por miedo a que el soldado
no la comprendiese. Lo último que quería era asustarlo, al saberse en un
hospital inglés, y que cometiese una locura.
—¿Dónde estoy? —preguntó el joven, con voz
pastosa y ronca, debido a la sed y las largos días sin hablar.
La impresión de la enfermera se tradujo en una
cara de auténtico desconcierto. El joven soldado había preguntado aquello con
una naturalidad y un inglés tan perfecto, que la dejó sin palabras. Pasados los
primeros instantes, y ante la fija y bonita mirada del soldado, Anna reaccionó,
incorporándose más sobre él, para que nadie les escuchase, y poder así hablar
con cierta intimidad y libertad, mientras le daba un poco del té que tenía
preparado al lado.
—¿Puede usted entenderme? —preguntó tímidamente.
Alex abrió los ojos desmesuradamente y todas sus
alarmas se encendieron. Estaba claro que se encontraba en un hospital inglés.
Al girarse, había podido comprobar la cantidad de catres que se amontonaban en
la sala con infinidad de heridos sobre ellos que, entre alaridos, esperaban
cuidados. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero lo que sí tenía muy
claro era que estaba con el enemigo y no estaba en condiciones de desvelar su
condición.
—¿Por qué no iba a entenderla? —preguntó en un
cristalino y coloquial inglés, haciéndose el sorprendido.
—Es que… usted… en fin, yo… creí que… —Anna no
sabía ni qué decir—. ¡No puede ser! —dijo repentinamente, como si la mismísima
luz divina acabase de iluminarla—. Yo misma quemé su uniforme, el que traía
bajo su capote… y era ruso.
Alex tragó con dificultad y comenzó a pensar a
toda velocidad. Aquella joven sabía que él era ruso, pero por alguna extraña
razón no lo había delatado. Es más, lo había ocultado, a juzgar por su manera
de parecer encubrirlo y no querer que nadie les escuchase. ¿Por qué habría
hecho aquello? Sin embargo, el hombre que estaba con ella había hablado con
desprecio de sus compatriotas, así pues, el soldado inglés no sabía de su
origen. Debía averiguar qué estaba ocurriendo; y decidió ser algo más directo.
—Si cree que soy ruso, ¿por qué no me ha
delatado? —preguntó de sopetón, sopesando sus posibilidades y llenándose de
coraje para las posibles consecuencias de que le hallaran en un hospital
enemigo.
Anna enrojeció hasta las orejas, cosa que hizo
que el guapo soldado enarcara ambas cejas, sorprendido.
—Yo… —Anna no sabía cómo justificar su negligente
comportamiento—. Yo soy tan solo una enfermera. Intento salvar vidas, no acabar
con ellas. —Bueno, al menos, aquello era cierto.
Alex tampoco supo qué responder mientras
observaba a la joven. Le parecía preciosa. Un ángel que había acudido en su
ayuda. Tenía el pelo castaño y recogido tras una absurda cofia, pero varios
mechones escapaban de su agarre y podía apreciar su brillo y ondulada longitud.
Tenía los ojos almendrados y castaños claros pero, al acercarse a él, había
podido apreciar en ellos ciertos matices verdes, llenos de luz y de vida. Tenía
la nariz muy pequeña y respingona, con unos pómulos altos, lo cuales le proporcionaban
un matiz combativo al resto de sus dulces rasgos. En cuanto a sus labios… Lo
supo desde la primera vez que la había visto; los quería besar: dulces, llenos,
redondeados… Alex debió dejar su vista fija en aquella parte concreta de la
anatomía femenina, pues la joven se humedeció los labios con nerviosismo
mientras se ponía más colorada, si es que aquello era posible.
—La ropa no significa nada, ¿sabe? —dijo
intentando romper la vergüenza de la muchacha—. En el campo de batalla tienes
que apañártelas como puedes y, si tu ropa está destrozada y, si no tienes nada
mejor a mano que la ropa de un soldado ruso muerto…
—Y si no tiene nada mejor a mano que un soldado
inglés muerto… se pone usted encima un capote enemigo —contestó con agudeza.
—¡Chica lista! —admitió con una sonrisa, tan
perfecta, que Anna creyó dejar de respirar por un momento—. Pero, al menos,
admita que podría ser una explicación plausible.
—Podría… —dijo ella de manera casi triunfal—, si
no fuese porque habla usted divinamente el ruso.
Alex soltó una pequeña carcajada que le recordó
que todo su cuerpo estaba francamente herido y, acto seguido, compuso una mueca
de dolor de la que se recuperó enseguida, para continuar con su conversación.
—¿Hablé en sueños? —Alex esperó al asentimiento
con la cabeza de la joven con una suave sonrisa—. También hablo divinamente el
inglés —expresó con ironía—. Podría ser un patriótico espía inglés.
—¡O un patriótico espía ruso!
Alex quiso ensanchar aún más su sonrisa, pero el
dolor de su pecho, cuando intentó reír algo más fuerte, le cortó aquel
agradable, aunque peligroso momento con la preciosa joven.
—¡Está bien! ¡Me rindo! —dijo poniéndose ya
totalmente serio y comprendiendo que, en cuanto quisiera, podría comprobar su
identidad llamando a los oficiales, que no tardarían en averiguar que era
enemigo—. ¿Qué es lo que se propone hacer conmigo?
«¿Que qué se proponía hacer con él? ¡Dios! ¡Ni
ella misma lo sabía! ¿Qué le iba a decir a él?».
—¿Qué se propone usted? —preguntó recelosa, y
repentinamente atemorizada, al darse cuenta de que había encubierto a un
enemigo, que bien podría haber llegado allí para ejecutar alguna estrategia
militar y matar a muchas personas.
—¿Yo? —preguntó asombrado—. Por lo pronto,
pretendo averiguar qué es lo que hago aquí y por qué no estoy o muerto en el
campo de batalla o con los míos.
—¿No sabe cómo ha llegado aquí?
—No tengo la menor idea —dijo confuso cerrando
los ojos en un intento de esclarecer su mente—. Lo último que recuerdo fue que
atacábamos sobre el flanco derecho de las posiciones aliadas al este de
Sebastopol. Queríamos impedir que nos sitiasen. Recuerdo que un grupo de
infantería, bajo mi mando, quedó aislado como consecuencia de la espesa
niebla…, recuerdo la ferocidad de la lucha, el combate cuerpo a cuerpo… y,
¡todo para nada! —Alex suspiró profundamente—. Al menos, no han tomado la
ciudad, ¿no? O eso le he oído a su amigo.
—No han tomado su ciudad pero tiene usted razón
en algo… ¡todo para nada! ¡No entiendo esta maldita guerra ni ninguna otra! ¡No
entiendo la sed de sangre de los hombres y que se ensalce la muerte en el campo
de batalla como algo honroso!
Alex observó detenidamente a su joven enfermera
con sorpresa. Desde luego, era directa. Y no podía ocultar sus emociones.
—Todavía no me ha dicho qué pretende hacer
conmigo —dijo en tono quedo.
—¡Ayudarle a sanar sus heridas! —dijo
repentinamente enfurecida—. ¿Sería demasiado pedir a cambio que regresase usted
por donde ha venido, sin matar a nadie aquí?
Alex negó con la cabeza con la mirada llena de
incredulidad. Tuvo que reconocer que también estaba bien provista de carácter.
—¿Es un pacto de guerra? —dijo tendiéndole, no
sin esfuerzo, la mano derecha.
—¡Es un pacto! —afirmó ella estrechándosela, mientras
aquelfirme apretón sin importancia mandaba descargas eléctricas a todos
los rincones de su anatomía.
Bueeeeeno, ¿os gusta? Pues ya no queda nada!!!
Mil besines!
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