domingo, 14 de agosto de 2016

Mañana a la venta. Heridas de amor y de guerra - Capítulo 3

Bueno, pues ya estamos ahí: en la recta final. A solo un día del lanzamiento de "Heridas de amor y de guerra". Os dejo el tercer capítulo y ya sabéis, si os apetece una lectura de amor en medio de la que se considera la primera guerra moderna y en la que se desarrolló la modernización de la enfermería... pues espero haber llamado vuestra atención y que la incluyáis como una de vuestras lecturas veraniegas.

Capítulo 3
Al otro lado del Mar Negro

 

Las tareas de las enfermeras habían variado desde su llegada. Durante los primeros días, y dado el mal recibimiento que tuvieron por parte del equipo médico, se habían dedicado tan solo a confeccionar vendas, cabestrillos y muletas con trapos blancos. Mientras, soportaban estoicamente la indiferencia del sobrecargado equipo médico no solo para con ellas, sino también para con los heridos. Los suministros médicos eran prácticamente inexistentes, la higiene era peor que pésima y las infecciones como el tifus, la fiebre tifoidea, el cólera y la disentería se estaban llevando a la mayor parte del ejército inglés por delante. Pero ahora, desde hacía unos días, ya podían atender, como podían, a los enfermos debido al desbordamiento de heridos.
—¿Dónde nos encontramos, si puede saberse? —preguntó Alex, que se recuperaba día a día de su calentura como por arte de magia.

—En un hospital británico, ya lo sabe —contestó algo recelosa Anna.
—De eso ya me había dado cuenta yo solito, ¿sabe? —contestó con esa sonrisa burlona a la que Anna ya comenzaba a acostumbrarse.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Mire, Anna, entiendo que sospeche de mí aunque hayamos llegado a un trato —dijo mientras Anna comenzaba a cambiarle el vendaje de la fractura que tenía en la pierna izquierda—. Pero debe usted saber que para escapar de aquí, cuando sus magníficas atenciones den su fruto, sería interesante para mi persona conocer mi situación geográfica. Sería un derroche de cuidados por su parte que me matasen según intentase salir de aquí, ¿no le parece?
Anna se encontraba ante un serio dilema. ¿Sería correcto proporcionar a aquel hombre tanta información? Aquella era la principal base de operaciones del ejército británico. Pero, por otro lado, el soldado tenía razón. ¿Por qué diablos había tenido que meterse en aquel lío?
—Oiga, Alex —comenzó Anna muy brusca, cosa que comenzaba a notarse en sus cuidados al retirar la venda, más violentamente de lo que debería—. ¿Está seguro de que todo lo que hablemos usted y yo se quedará entre nosotros?
—¿Tiene miedo de que la traicione cuando usted me ha salvado la vida? —preguntó sorprendido a la vez que aullaba de dolor, ya que el vendaje se había pegado a la reseca herida.
—¡Lo siento…! —exclamó la joven, arrepentida al ver la expresión de sufrimiento del soldado.
—No se preocupe, no pasa nada —dijo con los dientes apretados por el dolor—. ¿Sabe?, a mí me enseñaron algo llamado honor y cumplo con mi palabra aunque usted crea que los rusos somos los malos en esta historia.
Anna se sobresaltó al escucharlo decir que era ruso y le incitó, con una mueca de disgusto mientras se llevaba el dedo índice a los labios severamente, a que bajase la voz.
—¡Está bien! —dijo arrepentida por sus preguntas y su vergonzoso comportamiento para con su paciente—. Tiene usted razón. Además, ya no hay vuelta atrás. —Cogió aire mientras miraba la fea herida de su pierna izquierda—. Estamos en Scutari.
—¡Cómo! —exclamó Alex con voz estrangulada.
—¡Haga el favor de bajar la voz! —le increpó Anna—. Si va usted llamando la atención cada vez que le hago un comentario, no creo que tenga que preocuparse mucho de por dónde está usted. A este paso le fusilarán antes de que acabe el día.
—Pero —dijo bajando lo más que podía la voz—, estamos al otro maldito lado del mar Negro. Junto a la puñetera Constantinopla. ¿Cómo demonios he llegado yo hasta aquí?
—Por mar, como todos —dijo intentando tranquilizarlo como podía.
—¿Por mar? ¡Un momento! —Su mirada cambió al comenzar a calcular el tiempo que podría llevar allí—. Pero, ¿en qué fecha estamos?
—¡Por Dios, Alex! —dijo enfurecida—. Solo se lo diré si promete usted no montarme otra escena y levantar la voz más veces.
—¡Dios! Eso significa que no estamos a mediados de noviembre —aseveró con el rostro preocupado.
—No. Ya hemos comenzado diciembre.
Alex puso cara de volver a dar un enfurecido grito, pero el golpe en el hombro de su joven enfermera le distrajo lo suficiente para mirarla y encontrársela con cara de disgusto, cosa que le sorprendió y le hizo gracia a la vez.
—Oiga, Anna —dijo volviendo a su habitual tono burlón mientras intentaba hacerse a la idea de su situación geográfica—. ¿Trata siempre a golpes y arranca los vendajes de todos sus pacientes con la misma rudeza o debo sentirme halagado?
Anna enrojeció. Pero, ¿qué le ocurría con aquel hombre? Ya contaba con veinte primaveras y tenía cierta experiencia en el cuidado de enfermos desde que hacía tres años había comenzado a adiestrarse en el arte de la enfermería. Eso había sido en el convento al que había entrado por orden de sus padres, cuando había rechazado una proposición de matrimonio. Jamás había levantado un vendaje con brusquedad y, ni mucho menos, había dado un golpe a nadie.
—¡Es que es usted exasperante, Alex! —dijo centrándose en su tarea de la cura para no enfrentar aquella mirada azul cristalina.
Alex volvió la vista hacia el techo mientras la joven trabajaba y un suspiro escapó de sus labios. ¿Cómo demonios había llegado allí? Y lo peor de todo, ¿cómo iba a hacer para regresar sin que nadie advirtiese su presencia?
—¿Sabe? —comenzó mientras acomodaba un brazo en sus ojos para concentrarse—, no recuerdo haberme puesto ese capote inglés. Me parece extraño, porque hubiese dado mi vida en el campo de batalla, junto con mis hombres, sin intentar burlar la muerte.
—¿Sí? —contestó Anna, que había acabado ya de retirar todo el vendaje de la pierna dejando esta al completo descubierto—. ¿Y de qué le hubiese servido? ¿Preferiría estar muerto?
—Ahora no.
Al no saber cómo interpretar aquella escueta respuesta, Anna dirigió sus ojos hacia la intensa mirada de Alex, que había retirado el brazo de su cara nuevamente. Lo que allí vio la dejó desconcertada durante unos intensos instantes. Un calor arrasador se apoderó de su bajo vientre, mandando escalofríos de placer a todas las partes de su cuerpo. Retiró sofocada la mirada del joven soldado y se centró en la ardua tarea de curar aquella fea herida que Alex tenía en el muslo izquierdo.
—La herida no tiene buena cara —dijo intentando recuperar el control de su desbocada respiración.
—Pues me encuentro mejor que cuando llegué —afirmó volviendo a sonreír.
—Pues yo le aseguro que en cuanto algún médico le revise...
—¡No permitiré que me amputen la pierna! —le cortó, exclamando duramente.
—A lo mejor no es necesario… —dijo Anna rectificando con dulzura y compadeciéndose del sufrimiento del soldado.
Lo cierto era que ella tampoco quería que se la amputasen, y no quería ni imaginarse el motivo. Desde su llegada, se había afanado en curar aquella pierna lo mejor que había podido. Incluso se había pegado a la enfermera Roberts, de la que se decía que curaba las fracturas y heridas mejor que cualquier médico o enfermero de aquel hospital. Había aprendido mucho de ella, y notaba cierta mejoría en la pierna de su paciente pero… lamentablemente, no le parecía suficiente.
Lo veía a diario en otros soldados. Y lo peor era que él también lo veía. Las amputaciones se realizaban en las salas a la vista de todos. No había ni una mampara que aliviara un tanto el sufrimiento que les esperaba a los siguientes. Era ciertamente angustioso. Todo ello, sobre una especie de mesa de operaciones inexistente y con material médico inadecuado y sucio. Los médicos, con el semblante serio y los brazos ensangrentados hasta los codos, serraban los miembros de los soldados que deliraban bajo la influencia del cloroformo y que, en cuanto sentían las afiladas cuchillas introducirse en sus carnes, volvían en sí con desgarradores gritos, mientras los enfermeros arrojaban a un lado los miembros mutilados.
Y luego estaba lo que él no veía pero ella sí y la hacía sentirse enferma día tras día. Scutari se había convertido en una pesadilla. La estrecha calle de la ciudad se había convertido en un auténtico estercolero humano. Y montones de brazos y piernas amputados, todavía con sus mangas y pantalones, habían sido arrojados al puerto y se los veía flotando y vagando por el agua, al igual que los cadáveres de los soldados muertos.
Anna se sobresaltó cuando sintió el duro y fuerte agarre del soldado en su brazo.
—¡Por favor, Anna! —suplicó el joven—. ¡No permita que me amputen la pierna! ¡Se lo ruego!
—Le prometo que haré lo que pueda —dijo sinceramente, aguantando la directa y suplicante mirada del soldado.
Él volvió a cubrirse la cara con el antebrazo, no queriendo incidir más sobre el tema mientras Anna se esmeraba en aplicar una buena cura a aquella herida, dadas las circunstancias.
Pero lo más duro para la joven enfermera no era aplicar los cuidados en sí a la herida, sino el torrente de sensaciones que le producía ver a aquel hombre semidesnudo ante ella.
Hasta su llegada al hospital militar solo había atendido a mujeres en el Instituto para el Cuidado de Señoras Enfermas en Londres. Su vida en el convento hasta que apareció la señorita Nightingale había sido de lo más desesperante. Ya estaba a punto de retractarse de su negativa a aquella propuesta matrimonial cuando Florence apareció en su vida. Sus padres, que habían pensado que ingresarla en un convento era una buena forma de templar su carácter, casi sufren un vahído cuando Anna les había expresado su deseo de ser enfermera. La enfermería no estaba bien vista en la alta sociedad, y solo su tenacidad y el hecho de que la mismísima Nightingale también era una dama de alta alcurnia lograron convencer a sus padres, que ya daban por perdida a su hija.
A su llegada a Scutari su corazón y su mente dieron un gran vuelco. El olor de aquel hospital, que se sentía mucho antes de entrar, la había amedrentado totalmente. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para vencer el sentimiento que la detuvo en el umbral de la primera sala a la que entró el primer día al ver el dantesco panorama que allí había; algo verdaderamente vergonzoso tratándose ella de una enfermera. Pero había entrado. Había entrado y había comenzado a atender a todos aquellos infelices que ansiaban ver un rostro compasivo, relatar sus sufrimientos y escuchar palabras de caridad y misericordia; rostros demacrados que la seguían con la mirada invitándola a que se aproximara a ellos, para ayudarlos aunque solo fuese tendiéndoles una mano.
Y lo más embarazoso es que había hecho, en un solo día, un cursillo intensivo de anatomía masculina. Tantos hombres semidesnudos tendidos en el frío suelo habían conseguido mantenerla con la cara enrojecida durante varios días. Pero no todos los soldados eran iguales, y Anna lo descubrió muy pronto. Aunque la sangre, el barro y los alaridos de dolor no la dejasen concentrarse bien en sus cuidados, no podía evitar notar diferencias entre unos y otros. De piel alabastrina casi todos, los había rubios y morenos, delgados y gordos, bajos y altos, fibrosos y flácidos… Y luego estaba Alex. Alex era muy alto y de espaldas muy anchas, todo poderío físico. Su pecho era amplio y definido, su abdomen era una auténtica tabla y sus muslos eran los más musculados que había podido observar en su corta pero intensa experiencia con el cuerpo masculino. Lo cierto era que la tenía maravillada. No había ni un solo músculo en el cuerpo del soldado en el que no se pudiese apreciar la trayectorita.
—¿Tan mal la ve? —preguntó Alex al no notar el tacto de la enfermera sobre su piel.
Anna salió de su trance de sopetón y se apresuró a curar la herida lo antes posible para que su guapo paciente no notase su turbación.
—¡No! —expresó con nerviosismo—. No se preocupe. Tiene usted razón. Su mejoría en el estado general está ayudando mucho a la cicatrización de la herida.
—Gracias a sus cuidados… —dijo volviendo a retirar el brazo y observar a la joven, que estaba roja como la grana—. Anna, ¿cuántos años tiene? —preguntó con curiosidad al ver la turbación de la joven.
—Ya cuento con veinte años —dijo altiva al entender el significado de aquella pregunta—. Y hace tres que me entreno para ser enfermera.
—¡Toda una vida de experiencia! ¡Sí, señora! —En la cara del joven volvió a dibujarse su impertérrita sonrisa burlona, y Anna volvió a golpearle el hombro, molesta.

La carcajada fue como un soplo de aire fresco en medio de los quejidos dolorosos de aquella sala.



Bueno, pues eso, que millones de besos y gracias por estar a mi lado en esta primera etapa ya que sois mucha la gente que ya ha comprado mi libro, así que espero que las que lo habéis hecho, os guste mucho, ya he puesto mucho cariño y esfuerzo en este libro.


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